Ignacio Solares
LA OTREDAD
Habría que retomar la revelación que Cortázar le hizo a Aurora poco antes de morir: “No te preocupes más por mí. Voy a marcharme a mi ciudad”, y que se cumple y complementa con la que cita Omar Prego: “Es una ciudad en la cual yo nunca he estado en esta vida despierto.” La muerte, parece, no cabía en ese sitio privilegiado, que además fue la fuente de su literatura.
Toda la novela 62, modelo para armar transcurre en esas tierras fantasmales en las que el tiempo del sueño alcanza una validez verbal definitiva dentro de la obra cortazariana. Los sitios, las calles, los muebles de un cuarto, los árboles que se divisan desde una ventana (hay un árbol “enmascarado por la noche”) se encuentran en una zona franca de atracción de lo inconsciente, al modo en que el músico puede ir pautando una imagen sonora para fijarla. Tal vez porque son personajes de un sueño, es que surgieron del capítulo 62 de Rayuela:
...fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzan en procura de su derecho de ciudad. Una búsqueda superior a nosotros mismos como individuos y que nos usa para sus fines, una oscura necesidad de evadir el estado de homo sapiens hacia... ¿qué homo?
Un escritor no elige sus temas –en ocasiones ni siquiera los sitios en donde transcurren esos temas–, en el mismo sentido en que ningún hombre es libre de elegir sus sueños o sus pesadillas. Por eso la creación literaria consiste no tanto en inventar como en transformar, en transvasar ciertos contenidos de la subjetividad más estricta a un plano objetivo de la realidad. Cortázar contaba para esa tarea con la admirable –y angustiosa– característica de todo poeta verdadero: la de ser “otro”, en el sentido más onírico del término... y hasta diurno:
Un día de sol como el de hoy –lo fantástico sucede en condiciones muy comunes y normales– yo estaba caminando por la rue de Rennes y en un momento dado supe –sin animarme a mirar– que yo mismo estaba caminando a mi lado. Algo de mi ojo debía ver alguna cosa porque yo, con una sensación de horror espantoso, sentía mi desdoblamiento físico. Al mismo tiempo razonaba muy lúcidamente: me metí en un bar, pedí un café doble amargo y me lo bebí de golpe. Me quedé esperando y de pronto comprendí que ya podía mirar, que yo ya no estaba a mi lado.
Aunque aquella experiencia haya sido excepcional en su vida –producto de un medicamento que le prescribieron para sus jaquecas crónicas–, el tema del desdoblamiento se quedará permanentemente en sus sueños y en su literatura. Está en “Una flor amarilla” –en donde el personaje se encuentra con un niño que es él mismo en otra etapa–, en “Lejana”, en “Los pasos en las huellas”, en “La noche boca arriba” y, por supuesto, en esos “dobles” que son Oliveira-Traveler y la Maga-Talita.
En el propio Oliveira hay un desdoblamiento –muy parecido al que padeció Cortázar en la realidad – en el capítulo 84 de Rayuela, y a partir de una entrevisión:
Es muy simple, toda exaltación o depresión me empuja a un estado propicio a
lo llamaré paravisiones
es decir (lo malo es eso, decirlo)
una aptitud instantánea para salirme, para de pronto desde fuera aprehenderme, o desde dentro pero en otro plano, como si yo fuera alguien que me está mirando
(mejor todavía –porque en realidad no me veo–: como alguien que me está viviendo).
No dura nada, dos pasos en la calle, el tiempo de respirar profundamente (a veces al despertarse dura un poco más, pero entonces es fabuloso)
y en ese instante sé lo que soy porque estoy exactamente sabiendo lo que no soy (eso que ignoraré luego astutamente). Pero no hay palabras para una materia entre palabra y visión pura, como un bloque de evidencia. Imposible objetivar, precisar esa defectividad que aprehendí en el instante y que era clara ausencia o claro error o clara insuficiencia, pero
sin saber de qué, qué.
Rayuela está plagada de acción y de sucesos, sin duda, pero lo verdaderamente importante que en ella ocurre no es lo que pueda resumirse y cifrarse de manera concreta –los avatares existenciales de Oliveira, las raras coincidencias que lo acercan o alejan de la Maga, la muerte de Rocamadour, las crípticas conversaciones con los amigos, las numerosas referencias a libros y obras musicales con que envuelve y enriquece su libro el astuto narrador–, lo verdaderamente importante de Rayuela es que nos revela una realidad otra, distinta de la que sirve de escenario a los sucesos, que se va trasluciendo al sesgo conforme se avanza –y brinca– en los capítulos que la componen, obligándonos a compartir la certidumbre de que la verdadera vida, la genuina realidad, está escondida bajo aquella en la que conscientemente vivimos.
La historia de un escritor, dice Roland Barthes, es la historia de un tema y sus variaciones. La culpa en Dostoievsky, el juicio en Kafka, la nostalgia en Proust, el absurdo en Camus, la aventura en Hemingway, el laberinto en Borges. En el caso de Cortázar ese tema es, precisamente, la otredad. Obsesiva, recurrente, esa intención central abraza su obra. Un tema único que sus ficciones van desarrollando a saltos y retrocesos, desde perspectivas diferentes y métodos distintos. Este denominador común hace que sus cuentos y novelas –y hasta buena parte de sus ensayos– puedan leerse como fragmentos de un vasto, disperso, pero al mismo tiempo riguroso proyecto creador, dentro del cual encuentra cada uno de ellos su plena significación y hasta su posible interpretación: tal como sucede en un sueño, con un contenido manifiesto y un contenido latente:
La búsqueda de lo otro es el tema y la razón de ser de Rayuela. Todo el libro gira en torno a ese sentimiento de falta, de ausencia, y aunque el protagonista está lejos de llegar a la meta que vagamente entrevé, su epopeya cósmica, no es más que esa especie de búsqueda de un Santo Grial en el que no hay la sangre de un dios, sino quizás el dios mismo; pero ese dios sería el hombre, aquí abajo, el hombre libre de todo lo que lo condiciona y lo deforma, empezando por los dioses mismos.
Cortázar aseguraba haber leído en sus años juveniles toda la obra de Freud, con un interés creciente y, casi, como si se tratara de una novela policíaca. Aunque nunca quiso psicoanalizarse porque temía –como casi todos los artistas– que se afectara la fuente de su creatividad, el tema debió haberle dejado un buen sustrato que debió reflejarse en su literatura. Como ha escrito Alberto Paredes: “Hay una ley absoluta en Cortázar: no se puede negar una realidad, máxime si irrumpe bajo la fantasmagoría de la otredad.” En efecto, cuando se intenta hacerlo, esa realidad que se niega inventa nuevas formas de asedio, por lo que regresa, implacable, a ocupar el espacio vital del ámbito en que se le reprimió. A la vuelta de la esquina acecha siempre lo que no queremos ver.
Foto: foro.elaleph.com
Sintomáticamente (algo diría Freud de eso), el tema de su primer artículo, publicado a los veintisiete años, en 1941 –y firmado con el seudónimo de Julio Denis– es, en efecto, sobre Rimbaud y la otredad. En ese artículo, como muy bien ha visto Jaime Alazraki, está ya todo Cortázar. En cinco páginas hizo casi el guión a seguir, no sólo de su obra sino en buena parte de su vida.
Antes de hablar del artículo, habría que hacer referencia al lugar y a las condiciones en que fue escrito. Dice el propio Cortázar:
Entre los años del 37 y el 44, viví completamente aislado y solitario. Resolví ese problema, si se puede llamar resolverlo, gracias a una cuestión de temperamento. Siempre fui muy metido para adentro. Vivía en pequeñas ciudades donde había muy poca gente interesante, prácticamente nadie. Me pasaba el día en mi habitación del hotel o en la pensión donde vivía, leyendo y estudiando. Eso me fue útil y al mismo tiempo peligroso. Fue útil en la medida en que devoré millares de libros. Toda la información libresca que puedo tener la fundé en esos años. También escribí bastante, aunque publicaba muy poco. Fue una época peligrosa en el sentido de que me quitó una buena dosis de experiencia de vida y hasta de vitalidad.
Ahora bien, el artículo sobre Rimbaud empieza con una toma de posiciones:
Car je est un autre…, creencia de que órdenes inconscientes, categorías abisales del Ser, rigen y condicionan siempre a la Poesía.
¿No es el poeta aquél que fija las imágenes, retiene su doble fugacidad de contenido y modo en el verso? La fantasía es el lujo del hombre que se sabe “otro”, el juego de iniciación más real y divertido –y en consecuencia el más peligroso. Sólo el poeta puede extraer de ese juego las sustancias absolutas, el elíxir que lo regresa a su diurna condición de doctor Jekyll.
El artículo continúa con el descenso a los infiernos –que también Cortázar llevó muy a fondo– como proyecto vital:
El descenso a los infiernos de Rimbaud —je me crois en enfer, donc j'y suis– era una tentativa por encontrar la Vida que su naturaleza le reclamaba. La desesperación, la amargura, el insulto, todo lo que lo subleva ante la contemplación de la existencia burguesa que se ve obligado a soportar, es prueba de que en él hay ante todo un hombre ansioso de vivir…
Se comprende que el surrealismo –empresa por sobre todo de sinceridad– haya reivindicado en Rimbaud un comportamiento vital de la más alta importancia, con todo lo que implica de crueldad, de dolor, de contradicción y de intento de unidad. Para un hombre con estas características, su poética –insistirá el surrealismo– es siempre poesía en acción, incluso aunque se dé extraverbalmente. O en especial cuando se da extraverbalmente.
–¡Pobrecito! –dicen los mayores cuando ven en la cuna a un niño que se queja de un dolor sin poder precisarlo–. No sabe dónde le duele.
Un hombre que malconozca su idioma, difícilmente sabrá decir dónde le duele y, a veces peor, dónde se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los poetas, pueden definirse, según Pedro Salinas, “como los seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele”. Hay negro y hay blanco. Placer y dolor. Si dialécticamente no se consigue superarlos –tarea a la que se consagra la metafísica y, de alguna manera, también la ciencia–, el poeta busca entonces la fusión de los contrarios. Agita enloquecido el calidoscopio y no descansa hasta juntar el vidriecito negro con la piedrita blanca. Placer y dolor. El desarreglo de los sentidos y la trascendencia. El mundo es un problema mal resuelto si no contiene, en alguna parte de su angustiosa diversidad, el encuentro de cada cosa con todas las demás.
Continúa Cortázar:
Rimbaud quiere abrirse camino a través del infierno, a través de la Poesía , y alcanzar por fin la conquista de su propio Yo, libre de condicionantes insoportables [...] La Poesía no sería sino el peldaño supremo desde el cual le sería dada la contemplación de sí mismo, desnudo de escoria, diamante ya, enfrentándose con lo divino de igual a igual.
A posibles fórmulas de trascendencia –¿cómo no pensar aquí en Dostoievsky?– el artista incorpora la suya: por la belleza se va a lo eterno. Esa belleza, que será depositaria de su esperanza de creador (Creador), lo resume, preserva y hace de él un demiurgo. Verdad estética que, como quería Platón, es la Verdad a secas. En un texto de seis años después, Teoría del túnel, Cortázar regresa a esta idea de lo religioso en relación con lo artístico:
La angustia del artista nace en gran medida de la dura, solitaria y dudosa batalla que libra consigo mismo para escapar a toda tentación religiosa tradicional.
Su antipatía por la Iglesia católica –que no por la figura de Cristo, a quien llamó “cronopio de altísimas antenas”– se manifiesta a lo largo de toda su obra, pero muy en especial en una anécdota que narró Luis Buñuel. Para una exhibición privada de La vía láctea invitó a Cortázar y a Carlos Fuentes, con quienes compartía temas y obsesiones. Al final de la exhibición, Fuentes corrió emocionado a abrazar a Buñuel. Cortázar, por el contrario, se despidió amablemente sin hacer comentario alguno. Buñuel le preguntó a Fuentes qué sucedía. La respuesta de Fuentes nos invita a revisar, desde esta perspectiva, la obra de Buñuel no menos que la de Cortázar:
–No le gustó a Julio la película porque, dijo, parece pagada por el Vaticano.
1 comment:
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