Alejandro Michelena
Fue en la mañana del 30 de enero de 1934. Llegó al puerto de Montevideo, como lo hacía habitualmente, el Vapor de la Carrera. Pero en esa oportunidad estaban en el muelle figuras notorias de las letras uruguayas y además un enjambre de periodistas. Muchos montevideanos, que habían ido a esperar a amigos o familiares, se preguntaron el por qué de tanto revuelo. Y la respuesta llegó al descender del buque el poeta Federico García Lorca, del brazo de su actriz predilecta, la bella Lola Membrives, y escoltado por el marido de ésta, el empresario teatral Juan Reforzo.
En la vecina orilla se habían cumplido las cien representaciones de Bodas de sangreen el Teatro Avenida de Buenos Aires. El autor de Poeta en Nueva York estaba allí desde el mes de octubre, siendo protagonista de un fervor inusual por parte del público. Y justamente, para que tuviera un poco de tranquilidad fue que a Reforzo se le ocurrió traerlo a Montevideo por unos días para que descansara, se aislara, y de paso pudiera terminar Yerma, pieza con la cual el próspero empresario pensaba redoblar los éxitos obtenidos por su compañía gracias a las obras lorquianas.
Pero la realidad fue muy diferente. Durante los dieciocho días que permaneció aquí no pudo ni trabajar ni descansar. Entre los amigos escritores deseosos de agasajarlo, las conferencias que dio, los eventos sociales que se realizaron en su honor, el entusiasmo de la gente que lo reconocía por la calle, el poeta no tuvo casi momentos de respiro.
Se hospedó en el Hotel Carrasco, en aquellos años el equivalente a los actuales “cinco estrellas”. Y el narrador Enrique Amorim se encargó de pasearlo por la ciudad en su convertible, y de trasladarlo incluso hasta el entonces pujante balneario de Atlántida (a cincuenta kilómetros de la capital uruguaya) una tarde.
García Lorca no era un desconocido para el público oriental de aquella época, por cierto que más culto, cosmopolita y refinado que el actual. Bodas de sangre se había constituido en el éxito resonante en la temporada invernal de 1933, en el Teatro 18 de Julio, que era el más importante después del Solis. Y la edición montevideana delRomancero gitano se había agotado en muy pocos días.
Conferencias y agasajos
Las conferencias tuvieron lugar en el Teatro 18 de Julio, con llenos totales pese al calor veraniego. La primera, Juego y teoría del duende, el 6 de febrero, con la presencia del propio presidente-dictador Gabriel Terra. Tres días más tarde el tema fue: Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre. Y cerró el ciclo, el 14 del mismo mes, Un poeta en Nueva York.
En la ciudad no se hablaba casi de otra cosa. García Lorca era entrevistado por todos los medios e invitado a un sin fin de recepciones. Estas fueron muy variadas: desde el coctel que organizó en su homenaje la refinada escritora Susana Soca, que pertenecía a la vez al medio cultural y a la alta sociedad, hasta la recepción que realizó Enrique Diez-Canedo, embajador de España y también escritor. Los fotógrafos de la revista Mundo Uruguayo y otras publicaciones perseguían a Federico por todos lados, al punto que éste tenía que esconderse en alguno de los rincones del hotel para tener algo de tranquilidad.
En su pasaje montevideano el poeta granadino alternó con las figuras literarias rutilantes de aquel momento, como la poeta Juana de Ibarbourou, el pintor Pedro Figari, el poeta Carlos Sabat Ercasty, el narrador Carlos Reyles, el poeta Fernán Silva Valdés, el pensador Emilio Oribe y el escritor Ildefonso Pereda Valdés. Pero sus asiduos acompañantes fueron, aparte de Amorim, los poetas Alfredo Mario Ferreiro y Julio J. Casal.
Años después, Juana de Ibarbourou iba a evocar el pasaje fugaz del gran poeta de esta forma: “En aquellos días que rememoro, vivo, ágil, alegre, flor de la raza, García Lorca estaba en Montevideo y era rodeado y mimado por dos mundos casi antagónicos que suelen mirarse de reojo: el social y el intelectual.”
Pero también fue homenajeado a nivel popular. En ocasión de su pasaje por el desfile inaugural del Carnaval, el público lo reconoció y lo vivió, las madres le acercaron a sus hijos para que los besara, y la muchachada –a propósito del famoso personaje y del calor ambiente de esa tardecita– comenzó a corear, en lunfardo rioplatense: “¡Qué lorca –qué lorca!”
El día anterior a su partida, Federico concurrió al cementerio a homenajear a su amigo el pintor Rafael Barradas, a quien había conocido de joven en la legendaria Residencia de Estudiantes de Madrid. Y en la noche del vienes 16 de febrero volvió a tomar el Vapor de la Carrera con destino a Buenos Aires.
Por mucho tiempo iba a comentarse su visita a la capital del Uruguay, donde más allá de los asedios cordiales y la intensa vida social y cultural, García Lorca disfrutó de los aires del Río de la Plata y de la atmósfera oxigenante de Carrasco, que entonces todavía era un balneario algo alejado de la zona urbana de Montevideo.
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