Juan Miguel Muñoz / Agencia Radical
Insurrectas y Punto
Durante 23 días, Israel convirtió Gaza en una trampa mortal para un millón y medio de palestinos. El Ejército israelí sometió a la población a un duro castigo colectivo. Murieron casi 1.400 personas. Pocos días después de terminar el asedio, vetado para los periodistas, dos reporteros captaron la destrucción, el dolor y también el orgullo de un pueblo.
Taviado con salacot y uniforme, la antigua fotografía en blanco y negro muestra a un guardia que posa sonriente delante del cartel de Imperial Airways. Aterrizaba en aquellos tiempos del mandato británico el aeroplano Hanno en el aeropuerto de Gaza y las vías del ferrocarril cruzaban la plácida franja mediterránea. Trenes procedentes de Arabia atravesaban el territorio palestino y enlazaban, vía Damasco, con el Orient Express rumbo a Estambul y París. Corría 1935 en este pedazo de tierra codiciado durante milenios por faraones, reyes nabateos, monarcas fenicios, asirios, militares griegos, emperadores romanos y bizantinos, visires persas, cruzados, emperadores franceses, sultanes otomanos, reyes británicos, primeros ministros israelíes, presidentes egipcios… Ahora es un lugar desolador, salpicado de parajes lunares, de enormes cráteres cavados por las bombas, de cientos de edificios públicos derruidos. Y de gente deprimida –casi todos pobres, pocos ricos– que, sin embargo, se proclama dispuesta a resistir. Son orgullosos. No agacharán la cabeza, a pesar de que el territorio palestino es una ruina sometida por Israel a un asedio económico, militar y político que perdura ya tres años. Gaza regresa tras la guerra de 23 días, la más devastadora sufrida en décadas, al pasado. Pero no para que vuelvan a despegar aviones, ni zarpen barcos, ni los ferrocarriles emprendan la marcha hacia Occidente. Los adultos saben que eso difícilmente lo verán.
En Gaza se respira destrucción y se reciben lecciones de una historia reciente moteada de acontecimientos apenas conocidos fuera de sus 367 kilómetros cuadrados. Para los dirigentes israelíes, esta guerra –desatada el 27 de diciembre con un bombardeo de cuarteles en cuyas paredes aún está incrustada la carne carbonizada de los agentes, y que causó casi 1.400 muertos, la gran mayoría civiles– tuvo su origen en el lanzamiento del primer cohete Kassam en 2001. Y siguió con la evacuación de los colonos judíos y militares de Gaza, en septiembre de 2005. No existe la historia. Los gazauis, sin embargo, rememoran otro relato que arranca en 1948, año de la fundación del Estado sionista. Cuentan, porque lo vivieron, matanzas en Gaza y Cisjordania en 1953, en 1955, en 1956, en 1967, en 1982, en 2002, en 2008… La narración que se repite machacona.
Sí se acordará Mohamed Sultana, de 57 años, quien yacía a finales de enero en el hospital Shifa minutos antes de ser enviado a su casa de Beit Lahia por falta de camas en la saturada planta del centro médico. Se escuchan gemidos de pacientes. Extraño era entrar en el Shifa y no oír el grito de un niño quemado. La pierna izquierda de Mohamed termina en un muñón cicatrizado. Perdió la extremidad durante la primera Intifada, hace más de dos décadas. “Acudí durante esta guerra al hospital Al Quds y lo bombardearon. Tras la explosión me encontré en la calle. Se me infectó una herida en la pierna derecha y me amputaron a la altura de la rodilla”. Fue cojo a que le trataran. Salió sin piernas.
Estos días en Gaza se ve más gente con muletas, más mutilados de lo habitual. “Verá usted”, tercia el familiar de un paciente, “cuando no existía la OLP nos mataban; después de su fundación, también; tras los acuerdos de Oslo en 1993, lo mismo. Ahora gobierna Hamás, y siguen matándonos. Y podría desaparecer Hamás, e Israel seguiría matándonos”.
Sobre los escombros en Yabalia de una de las 4.000 viviendas demolidas por la aviación y la artillería israelíes, el propietario sesentón, Anuar Abdalá, refugiado desde 1948, afirma: “Volvemos a las tiendas de campaña. No vivíamos en ellas desde 1953, cuando la Agencia de Naciones para los Refugiados (UNRWA) empezó a construir casas. Hay ahora 10 campos como éste en Gaza. Yo he vivido 30 años en Arabia Saudí, y regresé. Vamos a reconstruir todo lo que ve. Somos como la vegetación. Creceremos de nuevo. La época de la emigración se acabó. Aprendimos bien la lección”. Testimonios como el de Ahmed Jader se prodigan en cualquier rincón de la zona oriental limítrofe con Israel. “A mí me han tirado dos veces la casa. Y en esta guerra han derribado la de mis 12 hermanos y sobrinos. Alguno de ellos ha muerto. Pero pienso seguir aquí, aunque la destruyan diez veces más”, asegura, haciendo honor a la testarudez que distingue a los vecinos de Gaza. Juran, junto a las tiendas que florecen ahora en su tierra, que no claudicarán.
El jefe de UNRWA en Gaza, el irlandés John Ging, advertía a comienzos de febrero que decenas de miles de personas del millón y medio de habitantes de la franja han quedado a la intemperie. En varias zonas del noreste de Gaza, desde las que casi se podría saludar a los granjeros de los kibutzim israelíes, apenas quedan edificios en pie. Sobre los montículos de cemento y hierro pasan las jornadas los lugareños. Tratan de recuperar la antena parabólica, ropas, enseres o documentos en medio de una polvareda insalubre… La destrucción fue sistemática. Deliberada. “Haremos que retrocedan veinte años”, amenazaron algunos ministros del Gobierno de Ehud Olmert. Cumplieron.
La virulencia de los ataques masivos ha expandido la destrucción hasta límites desconocidos en Gaza. Treinta y cinco escuelas, 16 ministerios, hospitales, cientos de cuarteles y puestos policiales, 4.000 casas o edificios de viviendas, un millar de fábricas, la Facultad de Ingeniería de la Universidad Islámica… El Parlamento es, sin duda, el más transparente del mundo. Sólo queda el esqueleto del edificio, que habrá que derribar. Un montón de mezquitas han sido arrasadas. “Mira, mira”, señala un mocoso a un alminar desmochado en el campo de refugiados de Yabalia. Es uno de los pasatiempos de los niños cuando se topan con un extranjero. Una señal para el futuro: con sus amiguitos, bien pequeños, se van deprisa para no perderse el rezo del mediodía. ¿Y por qué esa destrucción si los combatientes palestinos esperaron a los soldados enemigos en el interior de las ciudades? Eyad Abu Hujeir, director de una ONG que promueve los derechos humanos, alberga pocas dudas: “El mensaje es muy claro. Quieren que la zona entre la frontera y las primeras viviendas de palestinos sea lo más extensa posible”. El Gobierno israelí exige para la tregua con Hamás un espacio libre en las inmediaciones de la frontera. No será sencillo.
Rohme Rohme es un fornido campesino que sabe leer y escribir. Poco más. “Ésta es una zona abierta donde no lucharon los milicianos. Es sencillo: Israel no quiere que vivamos aquí. Por eso querían aniquilarnos o expulsarnos hacia el oeste. De mi casa y la de mis seis hermanos, nada queda. En febrero del año pasado ya fue derribada una parte, pero ahora la han tirado abajo por completo. Los tanques también han arrasado mi campo de olivos y naranjos. Mire las huellas. Mi familia no es de Al Fatah ni de Hamás. Pero eso da igual. No nos iremos. ¿Adónde? Nos costará 60.000 euros levantar otra casa, es probable que la destrocen de nuevo, y la volveremos a reconstruir”, explica Rohme, que apunta con el dedo cada edificio aplanado a su alrededor: una fábrica de hormigón y de ladrillos, la de mármol, naves industriales, un almacén de chatarra –donde aún reposa el puente de mando del Chindallae, el pequeño barco que utilizaba Yasir Arafat, también bombardeado hace años–, la mezquita… En el hospital Al Wafa, también geriátrico, hubo suerte: sólo tiene un boquete de dos metros y docenas de impactos de proyectiles de menor calibre.
Al sur de Gaza, en Juzaa, al este de Jan Yunis, también a pocos cientos de metros de la frontera israelí, montones de viviendas fueron arrasadas. Los plásticos de los invernaderos, desplomados, y sobre la tierra no se deja de pisar tomates aún verdes. Las tuberías subterráneas para el riego emergen y se funden con las torretas eléctricas derribadas. En la vecina Beni Suahila, la clínica de fisioterapia es un amasijo de hierros y cemento. El recuento de destrozos llenaría páginas. A evaluar los daños se dedican los cientos de cooperantes que conducen sus vehículos hacia los barrios del este de la ciudad de Gaza (Zeitun y Sheyaieh), hacia Atrata (al norte de la franja), a Juzaa, a Mughraga (en el centro)… En la sureña Rafah, los túneles que conectan Gaza con Egipto, cordón umbilical para el contrabando de alimentos, ordenadores, vacas, queso, armamento y todo lo imaginable, fueron martilleados sin pausa. Los hombres que trabajan en los túneles enseñan los restos de misiles, algunos sin explotar. Ni uno disiente: “Pueden bombardearlos una y otra vez, y los volveremos a excavar. Es nuestro único medio de vida”, dice Abu Antar, que busca la boca de uno de los túneles en un enorme socavón. El jefe de la aviación israelí, Ido Nehustan, coincidió con el pronóstico: “Podemos bombardear hoy y los reconstruirán mañana”.
Reconstruir es ahora la palabra clave. Una tarea cifrada en 1.600 millones de euros que no está exenta de turbios manejos políticos. La aversión a la Autoridad Palestina y a su presidente, Mahmud Abbas, se torna desprecio en Gaza. Nidal es el nombre ficticio de un acaudalado empresario. “Nunca seré de Hamás. Es más, pertenecía a Al Fatah, pero abandoné”, explica como presentación. “No van a permitir a Hamás que lleve a cabo la reconstrucción. Eso está pactado entre Israel, Abbas y Egipto”. Emad al Baz, director del Registro de Empresas del Ministerio de Economía, esboza el panorama. “Hay 3.000 empresas en Gaza, y todas se paralizaron durante la guerra”, comenta en su despacho. “Tenemos unas 1.200 fábricas, la gran mayoría cerca de la frontera. El 80% han sido destruidas. Israel quería acabar con nuestra economía, y de paso que la gente se rebelara para derrocar al Gobierno. Nos amenazan con más bombardeos, pero nada peor nos pueden hacer ya. Aquí no hay temor a la muerte, y eso también tiene su valor”, dice el alto funcionario.
Si el odio a Israel se palpa, la indignación respecto a los países occidentales y varios de sus aliados árabes –Egipto y Jordania se llevan la palma– brota sin preguntar. Tres semanas después del alto el fuego –aunque los ataques aéreos a Gaza continuaron y el lanzamiento de algunos cohetes, también–, ni siquiera la ayuda humanitaria llegaba en la cantidad necesaria para aliviar el desastre. UNRWA, cuyos almacenes en su sede central de Gaza fueron totalmente calcinados, asegura que sólo recibe la mitad de lo necesario; el enviado de la Unión Europea, Marc Otte, apremia a Israel para que permita un flujo cuantioso a un territorio que calificó como “el infierno”. Los palestinos están hastiados de escuchar esta cantinela que tildan de hipócrita. “Necesitaremos al menos dos o tres años para reconstruir lo devastado, y eso suponiendo que las fronteras permanezcan abiertas. Todo son promesas de países extranjeros. Pero sabemos por experiencia que luego se incumplen. Los fondos que sí llegan son los que recaudamos de empresarios y asociaciones del mundo árabe y musulmán”, explica Al Baz, que se ufana de la resistencia ofrecida por las milicias y de que el Gobierno siga en pie.
Podrá Hamás negociar, practicar concesiones, pero no renunciará a la victoria que le otorgaron las urnas en 2006 y que le aupó al Gobierno tras una participación electoral a la que Israel dio el visto bueno. Pocos aventuraron el triunfo islamista, que propició el bloqueo que nunca dejó de agravarse. Durante la guerra, el Ejecutivo israelí prohibió incluso la entrada de periodistas extranjeros y diplomáticos en Gaza. Egipto se sumó a la censura. Sólo una vez concluida, pudo cruzarse por el paso egipcio de Rafah. Ya en el lado palestino, el pasaporte es estampado, por primera vez en varios años, con el sello palestino. Tramitaron el documento funcionarios del Gobierno islamista. No harán dejación de funciones. Nunca en los tres últimos años se han visto tantas banderas verdes ondeando. “Vamos a salir de la profundidad del bloqueo”, reza una pancarta firmada por Hamás colocada en una de las principales avenidas de la capital. Las enseñas del movimiento islamista cuelgan de miles de farolas. Porque para eso sirven las farolas, siempre apagadas. Hamás dice así a los ciudadanos de Gaza, partidarios y detractores: “Aquí estamos”. En las carreteras próximas a la frontera, ahora sin asfalto, también penden de los postes: un mensaje para Israel.
La desesperación se mezcla con un orgullo y una dignidad nunca ajenos a las arraigadas creencias religiosas. No se verán en medio de semejante miseria manos extendidas pidiendo limosna, un fenómeno impropio de Gaza, donde las redes eléctricas, de desagües y los sistemas de suministro de agua no son dignos de tal nombre. A lo sumo, los chavales, con frecuencia descalzos, casi siempre sucios, venden paquetes de chicles por un par de shekels (40 céntimos de euro). Una estampa habitual: hombres sentados en sillas de plástico a las puertas de sus casas o talleres. Carece de sentido contabilizar a los desempleados. Sería más sencillo contar las personas que trabajan. Hay gazauis que emigrarían, aunque sólo fuera hasta que capeara un temporal que amenaza siempre con nuevas réplicas. Aunque también, en plena contienda, cientos de personas cruzaron el paso de Rafah, entre Gaza y Egipto, para vivir la tragedia con sus familiares.
Hajed Abu Awad, de 24 años, vive en Bait Lahia, en una casa muy amplia y luminosa. “Iba a estudiar un máster en sanidad pública en la Universidad de Estocolmo. Tenía una beca para comenzar a mediados del año pasado y me dieron un visado para hacer una entrevista. Pero el Gobierno israelí me prohibió la salida”. Todo joven es sospechoso. “Podría haber cruzado por los túneles de Rafah, pero me habrían detenido en el aeropuerto de El Cairo. ¿Sabe? En los túneles no estampan los pasaportes”, sonríe. El visado expiró y el semestre de estudios ha terminado. Trabaja por unos 400 euros al mes en un hospital. “Estoy deprimido”, asegura Hajed. “La gente ha perdido la ambición por conseguir la paz y no piensa en el mañana. No hay esperanza en el futuro, no se puede ser optimista porque la situación no va a mejorar pronto. Vivimos al día. Pero nunca abandonaría Gaza. Sólo marcharía para estudiar, porque aquí, sin guerras, se podría vivir muy bien”.
En Gaza a menudo se adivina la filiación política de los hombres –entre las mujeres, de atuendo uniforme, es imposible– nada más ver su vestimenta, su peinado, su presencia, sus modos o su barba. Hajed no se amolda al patrón del fiel seguidor de Hamás. No lo es. “Creo”, asegura, “que si Hamás hubiera podido romper el bloqueo sin cohetes, lo habría intentado. Pero no se lo permitieron. El asedio comenzó inmediatamente después de vencer en las elecciones. ¿Qué podían hacer? Nos cercan, nos matan y nos exigen que nos quedemos quietos. No tenían alternativa”.
Ni había escapatoria de la ratonera durante una guerra de la que los civiles no pudieron huir. Los pobres, naturalmente, se llevaron el palo más duro. Pero nadie ha estado libre del cerco que ha convertido a Gaza en un gueto donde las colas para comprar gas o recibir alimentos de UNRWA son a menudo muy largas. Rashad Abed Rabbo es una de las víctimas del castigo colectivo israelí. A la luz de las velas tras el consabido apagón, o, mejor dicho, tras disfrutar de un par de horas de corriente, explica los avatares de un empresario próspero –sus dos hijos estudian en un colegio privado que cuesta 2.000 euros al año, una fortuna en la franja– que observa impotente el hundimiento irremisible de su negocio. “Me iba muy bien. Importaba productos desde Rusia y Turquía y los vendía también en Israel. Desde que Hamás ganó las elecciones no puedo importar casi nada. Tenemos prohibido comprar 270 artículos: herramientas de construcción, productos de limpieza, coches, recambios de automóviles, hierro, aluminio, cables, componentes eléctricos… Hasta vasos. Tengo contenedores de vasos en el puerto israelí de Ashdod bloqueados desde hace tres años. Los consideran artículos de lujo. Es ridículo. Ahora compro a empresas israelíes que antes eran mis clientes”.
Rashad disponía de cinco furgonetas y 21 empleados. Hoy, cinco trabajadores y un vehículo. Sus ventas se han desplomado el 80%. Puede adquirir (a empresas israelíes, claro está) 22 productos que no pueden ir empaquetados. Sólo un par de veces al mes y un máximo de 30 toneladas, como el resto de los 400 comerciantes registrados. “El material debe verse a simple vista para su inspección: latas de conserva, papel higiénico, azúcar, leche, harina…”. No es este comerciante uno de esos milicianos imbuidos en el deber de una misión sagrada y prestos a afrontar la muerte. Nada de convertirse en un shahid (mártir). Admite ser un privilegiado en su entorno calamitoso. Y echa pestes de Israel, de la Autoridad Palestina y de Hamás. “Es un triángulo perverso. Israel, Hamás y la Autoridad Palestina manejan tres raquetas. Y nosotros, la gente, somos la pelota. En Gaza hay gran capacidad para soportar estas situaciones, y sabemos que habrá otro partido de tenis. No sé cuándo, pero lo jugarán”.
La guerra dejará una profunda marca en los gazauis. El psicólogo Fadel Abu Hein explica unas estadísticas reveladoras: el 62% de la población estuvo expuesta a las bombas de la aviación israelí y el 74% aguardaba la muerte en cualquier momento. Dormir era una odisea; los niños pequeños, que se negaban a acostarse separados de sus padres, se orinaban en la cama; la carencia de alimentos, agua y medicinas afectó a porcentajes enormes de los gazauis; la ansiedad se disparó; el 90% de los niños la padece… Pero lo más grave son los efectos venideros. “Las heridas físicas”, explica Abu Hein, “pueden curarse, pero los daños psicológicos duran para siempre. Muchos niños vieron cómo sus casas eran demolidas con sus familiares dentro”.
“En la primera Intifada, en 1987, el ministro de Defensa, Isaac Rabin, dijo que había que romper los brazos y piernas de los jóvenes manifestantes. Esa generación es la que ahora lanza cohetes y la que se convirtió en suicidas. Esta guerra ha forjado un ejército que tratará de destruir a Israel. No habrá espacio para la paz en sus mentes. Verá, los judíos sufrieron enormemente durante el Holocausto, y por ello todavía se sienten inseguros y son así de agresivos. Lo mismo sucederá con nuestros niños. Han visto cómo sacaban a sus padres de los escombros. ¿Qué futuro van a tener?”.
Almaza Samuni es una niña de 13 años con un porvenir más que sombrío. Es superviviente de una familia diezmada. Veintinueve muertos. En el barrio de Zeitun, en el este de la ciudad de Gaza, Almaza se sentaba al sol de finales de enero con su padre, Ibrahim, y alguno de sus hermanos heridos leves. Gallinas y pollos despanzurrados se mezclan entre los escombros, los parapetos de arena, y en los surcos dibujados por los tanques y blindados. Ibrahim –45 años, aunque aparenta muchos más– vio fallecer a su esposa y a cuatro de sus 10 hijos. Almaza dice: “He visto morir a mis hermanos. Uno salió a recoger leña y lo mataron. Nadie hace nada por nosotros. Así es nuestra vida”. Los cultivos de verduras de Ibrahim son un revoltijo. “No somos de Hamás. Aquí no había combatientes. No encontraron a nadie y mataron por venganza”.
Sólo en 2008, antes de la guerra, murieron 455 personas en Cisjordania y Gaza. Y recuerdan a los 10.000 encarcelados en Israel. Hablan del Guantánamo israelí. Porque el Ejército mantenía recluidas a finales del año pasado a 548 personas sin cargos. Lo llaman detención administrativa. Algunos han permanecido más de cuatro años entre rejas. Sin juicio. Dos adolescentes de Belén llevan ya varios meses presas. La expansión de las colonias judías, el expolio de tierras de propiedad privada y las detenciones de jóvenes en Cisjordania son parte de la vida cotidiana. “Para un occidental que no ha padecido la ocupación”, lamenta Hajed, el aspirante a becario en una Suecia que no le acogerá, “es muy difícil entender todo esto”.
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