Lorenzo Meyer
AGENDA CIUDADANA/ El Siglo de Torreón
Para explicar la tragedia política de muchas sociedades post-coloniales -guerra civil, golpes militares, dictaduras, cleptocracia, etc.-, el politólogo norteamericano Samuel Huntington recurrió hace cuarenta años al viejo concepto de "decaimiento político", usado por los griegos. Con el correr del tiempo, decían los clásicos, cualquier tipo de régimen político exitoso pierde su esencia y se corrompe hasta convertirse en una versión perversa del original.
Algo relacionado con esta concepción clásica del proceso político pareciera estar sucediendo en México: en vez de superar el autoritarismo mediante la instauración de la democracia, como se supuso en 2000, lo que estamos experimentando es un descenso a un tipo de vida pública aún por definir, pero caracterizado por un espectacular colapso de la estructura de autoridad, por el predominio ilegítimo de ciertos intereses particulares -los de las grandes concentraciones de capital o los del narco, por ejemplo- por sobre los de la comunidad.
Huntington explicó la decadencia de un sistema político como resultado de la debilidad institucional -producto de la corrupción- frente al aumento en la movilización social y en el número de actores significativos y sus demandas. En estas condiciones, las fuerzas disruptivas -de nuevo, los monopolios o el narcotráfico, por ejemplo- terminan por imponerse y el resultado final es el envilecimiento e ineficacia de la vida pública.
El desastre en que se ha convertido el proceso político mexicano actual puede examinarse desde varias perspectivas, pero una por demás interesante es la elaborada por la derecha inteligente. Dentro de esta categoría, uno de los enfoques más sugestivos es el propuesto por Huntington, el famoso profesor de Harvard que murió el año pasado. Fue éste un politólogo tan conservador como brillante que no se conformó con dominar y moverse dentro de la ciencia política sino que para su análisis del fenómeno del poder no tuvo empacho en tomar ideas y conceptos de la historia, la sociología, la economía, la antropología, el derecho e incluso la literatura.
Los trabajos más conocidos y controvertidos de Huntington fueron los últimos: El choque de civilizaciones de 1996 y donde reemplazó al conflicto ideológico de la Guerra Fría con otro que estaba naciendo entre Estados Unidos y el Islam. En ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad estadounidense (2004), el politólogo harvardiano vio en la falta de asimilación de los latinos en Estados Unidos, en particular de los mexicanos, un peligro para el mantenimiento de la ética puritana que, según él, es el corazón del éxito norteamericano. En un notable artículo de Jane S. Jaquette y Abraham F. Lowenthal sobre este académico y que será publicado por Política Externa en Brasil, señalan y con razón que fue el segundo libro del autor en cuestión y que apareció en el emblemático 1968, El orden político en las sociedades en cambio, (New Haven: Yale University Press), su trabajo teórico más original y el que más influencia y permanencia ha tenido.
Es ahí donde se encuentra el núcleo de una explicación de lo que hoy más nos preocupa y nos afecta directa y negativamente a los mexicanos: el fracaso de las estructuras institucionales del Estado y la involución de nuestro desarrollo político, económico e incluso cultural.
No obstante la atmósfera dominante de Guerra Fría, Huntington propuso que la mayor diferencia entre las naciones no era su estructura económica -capitalista o socialista- o su forma de gobierno -democracia o dictadura- sino su "grado de gobierno". Desde esta perspectiva, el conjunto de los países puede dividirse siempre en dos categorías. Por un lado, están aquéllos cuyas políticas se caracterizan por el consenso, sentido de comunidad, legitimidad, organización, eficacia y estabilidad; por otro, los que fallan en esas áreas. Desde esta perspectiva, los países líderes de dos bloques entonces antagónicos, Estados Unidos y la Unión Soviética, estaban en la misma categoría vis à vis la mayoría de los países de Asia, África y América Latina, que correspondían a otra. Para Huntington lo que unía a sistemas políticos antagónicos como el norteamericano y el soviético era que en ambos "el gobierno gobierna". En los dos, sus estructuras de gobierno contaban con la lealtad de sus ciudadanos, tenían la capacidad de imponerles y recabar impuestos, de reclutarlos y de llevar a cabo las decisiones políticas tomadas. En contraste, en la mayoría de los países en desarrollo -casi todos afectados por sus experiencias coloniales-, sucedía lo contrario.
En los países periféricos, lo prevalente era que el cambio social rápido desembocase en la movilización de nuevos actores y que el resultado final fuera la emergencia de un tipo de demandas que por su forma, contenido y volumen, convertían a las instituciones en incapaces de procesarlas de manera eficiente. El resultado era la "decadencia política". Sin embargo, Huntington vio en ese mundo periférico excepciones y una de ellas fue precisamente México.
En las 461 páginas de la edición original de El orden político, México viene citado 29 veces, la Revolución Mexicana 22 y el PRI 6. En realidad, salvo por Estados Unidos y Gran Bretaña, México es el país más citado en el índice analítico. En el capítulo cinco se aborda el tema de las revoluciones, y no obstante su orientación ideológica, Huntington hace aparecer a la mexicana bajo muy buena luz al compararla con otras. En el caso de México, dice "su revolución fue muy exitosa por lo que al desarrollo político se refiere porque fue capaz de dar forma a organizaciones y procedimientos complejos, autónomos, coherentes y adaptables, y tuvo un éxito razonable en su modernización política, es decir, en la centralización del poder necesario para llevar a cabo la reforma social y la expansión de poder necesaria para la asimilación de los grupos". La estabilidad que la revolución dio a México era excepcional. En un libro que Huntington editó poco después -Política autoritaria en las sociedades modernas, (1970)- México fue puesto como un modelo a seguir por los autoritarismos socialistas de Europa del Este, que al autor le parecieron menos avanzados que el mexicano.
Si Huntington, un conservador -no hay que olvidar que en 1968, justo cuando salió El orden político fungió como consejero de su gobierno, y entre lo que aconsejó fue el bombardeo de las zonas rurales de Vietnam del Sur para forzar a las masas campesinos a emigrar a las ciudades, donde se les podía controlar y alejar del Vietcong- vio con buenos ojos a la Revolución Mexicana fue precisamente por su autoritarismo eficiente, por su capacidad de crear poder político, afirmar la estructura de autoridad y producir estabilidad. Y es que, según él, la democracia -la limitación institucional del ejercicio de la autoridad por la vía de la división de poderes- sólo podía intentarse con seriedad después de que se hubiesen creado y estuviesen funcionando aceptablemente las instituciones del Estado. Lo que la teoría de Huntington ya no previó fue que el Estado autoritario mexicano, aparentemente tan fuerte, simplemente empezara a desmoronarse en cuanto intentó cambiar su naturaleza antidemocrática pero sin llevar a cabo un pacto explícito entre los grandes actores políticos para intentar una necesaria e indispensable reforma de su Estado.
En realidad, tanto en la Unión Soviética -otro Estado no democrático, pero que había pasado la prueba huntingtoniana del orden- como en México, el alto grado de autoridad no democrática estaba limitado por el control de todos los actores aceptados por el pequeño grupo en posesión del aparato estatal, pero al intentarse el paso al pluralismo democrático todo se desmadejó. Y es que las instituciones políticas, legales, económicas y culturales estaban carcomidas por una corrupción endémica y en la coyuntura crítica, quienes encabezaron el cambio no se atrevieron a llevar a cabo la tarea de reformarlas y lo que parecía tan fuerte no supo, no pudo y no quiso, ponerse al día.
El acuerdo implícito PRI-PAN, que surgió tras el fraude de 1988, se fincó en el compromiso de no interferir con los intereses creados. Sin embargo, al ocurrir el cambio del 2000, un entramado institucional no reformado simplemente fue incapaz de resistir las presiones. El choque directo de los intereses viejos y los nuevos, de los legítimos y los ilegítimos, desembocó en lo que temía Huntington: en un gobierno que no gobierna, en la fragmentación del poder y en su decaimiento.
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