Gustavo Esteva
Con el deterioro progresivo del estado de derecho, con las libertades civiles sitiadas, en medio de la incertidumbre económica y un grado obsceno de desigualdad social, entramos sin remedio en el reino del crimen.
Vivimos en un régimen en que la fuerza pública actúa “de manera excesiva, desproporcionada, ineficiente, improfesional e indolente”. Como el Estado utiliza a las corporaciones policiacas de manera irresponsable y arbitraria, se sostiene en la Suprema Corte, “de nada sirve que se reconozcan, en leyes, en tratados, en discursos, que nuestro país admite y respeta los derechos humanos, si cuando son violados… las violaciones quedan impunes y a las víctimas no se les hace justicia”.
Hoy se estará discutiendo en sesión pública este dictamen del ministro Gudiño sobre los hechos de Atenco, que se queda irremediablemente corto. Si se mantiene esta tónica, podemos ya imaginar cuál será el dictamen el día que se examine el desastre oaxaqueño.
El asunto no se reduce a la impunidad. Mientras los inocentes padecen cárcel, además de toda suerte de vejaciones y violaciones, los culpables son promovidos y recompensados y reciben toda suerte de apoyos.
“La arbitrariedad del tirano es un ejemplo para los criminales posibles e incluso, en su ilegalidad fundamental, una licencia para el crimen. En efecto, ¿quién no podrá autorizarse a infringir las leyes, cuando el soberano, que debe promoverlas, esgrimirlas y aplicarlas, se atribuye la posibilidad de tergiversarlas, suspenderlas o, como mínimo, no aplicarlas a sí mismo? Por consiguiente, cuanto más despótico sea el poder, más numerosos serán los criminales. El poder fuerte de un tirano no hace desaparecer a los malhechores; al contrario, los multiplica.”
Se trata de algo peor aún. Hay un momento, piensa Foucault (Los anormales, FCE, 2006, pp.94-5), en que los papeles se invierten. “Un criminal es quien rompe el pacto, quien lo rompe de vez en cuando, cuando lo necesita o lo desea, cuando su interés lo impone, cuando en un momento de violencia o ceguera hace prevalecer la razón de su interés, a pesar del cálculo más elemental de la razón. Déspota transitorio, déspota por deslumbramiento, déspota por enceguecimiento, por fantasía, por furor, poco importa. A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio de su interés y su voluntad; y lo hace de manera permanente... El déspota puede imponer su voluntad a todo el cuerpo social por medio de un estado de violencia permanente. Es, por lo tanto, quien ejerce permanentemente… y exalta en forma criminal su interés. Es el fuera de la ley permanente.”
Foucault labra así, cuidadosamente, el perfil del monstruo jurídico, “el primer monstruo identificado y calificado”, que “no es el asesino, no es el violador, no es quien rompe las leyes de la naturaleza; es quien quiebra el pacto social fundamental”. De este gran modelo que identifica Foucault a fines del siglo XVIII “se derivarán históricamente, por medio de toda una serie de desplazamientos y transformaciones sucesivas, los innumerables pequeños monstruos” que pueblan el mundo desde entonces.
Como la Corte está en funciones –aquí mismo la cito–; como existen aún leyes y juzgados y hay límites de toda índole al poder de los tiranos que padecemos, se hace posible alzarnos de hombros. “No es tan grave”, se pensaría; “pura exageración. Se han cometido algunos excesos, pero ya se irán corrigiendo”. Esta ceguera peculiar, sorprendente, parece corresponder al conocido mecanismo sicológico de la negación: es la resistencia a aceptar aquello cuyo reconocimiento generaría angustia inmanejable: crearía una sensación tal de desgracia e impotencia a la vez, que parece preferible cerrar los ojos, negarse a ver la evidencia.
Pero no podemos seguirlos cerrando. Veamos sin temor esta situación que iguala y equipara, sorprendentemente, a Ulises Ruiz con Felipe Calderón y Peña Nieto y con quienes mataron el miércoles pasado al general Tello, en Quintana Roo, o unos días antes a Aristeo Toledo, el represor de tan infausta memoria en Oaxaca, o quienes siguen asesinando en Ciudad Juárez. Ajustes de cuentas entre ellos, unas veces; otras veces, delincuentes aficionados o profesionales con la adicción de violar el pacto social y ejercer la violencia con la lógica del poder. Ya no es posible distinguir a unos de otros. Ésa es la condición a la que hemos llegado. Digámoslo con claridad.
Como sostiene John Berger, “nombrar lo intolerable es en sí mismo la esperanza. Cuando algo se considera intolerable ha de hacerse algo… La pura esperanza reside, en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable como tal: y esta capacidad viene de lejos: del pasado y del futuro. Ésta es la razón de que la política y el coraje sean inevitables”.
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