Monday, December 21, 2009

Cena de Navidad, por Frei Betto





Se dio por celebrada la Misa del Gallo en la madrugada del 25 de diciembre. El padre Alfonso se dejó contagiar por la aflicción de los fieles, ansiosos por regresar a sus casas y disfrutar de la cena antes de que se acostaran los niños. Abrevió la homilía, se saltó algunas oraciones, deseó a todos una Feliz Navidad y les dio la bendición final. Una decena de feligreses se juntó en la sacristía para darle a él también las felicitaciones. Los regalos se fueron juntando en un rincón: camisas, calcetines, libros… esas cosas apropiadas para un hombre de Dios.


Despojado de los ornamentos, el padre Alfonso se vio solo. Miserablemente solo, en plena noche de Navidad. El celibato es un don y él creía haberlo recibido. A lo largo de veinte años de sacerdocio le sobrevinieron muchas tentaciones. Sin embargo no era el atractivo de las mujeres lo que le llevaba a dudar de su consagración. Las admiraba, se sentía gratificado de encontrarlas bellas y atractivas. Señal de que había en él un macho, lo que íntimamente le envanecía. Le perturbaba la conciencia del padre que nunca fue. Muchas veces sentía la nostalgia de los hijos que no tenía.


Le atormentaba verse solo en la mesa del comedor. Comer es comunión, compartir, mezclar el yantar con el diálogo ameno y alegre. El alimento le caía insulso, y con frecuencia se sorprendía soñando con los ojos abiertos en una mesa rodeada por su familia imaginaria.


En aquella noche la soledad le golpeó fuerte. Una soledad con una punta de amargura adherida a una expectativa frustrada. La sentía en la boca del alma. Ninguno de los feligreses había tenido la gentileza de convidarle a cenar.


El padre Alfonso revisó los paquetes de colores brillantes y encontró lo que deseaba: un pastel y una garrafa de vino. Los metió en la bolsa donde llevaba los sacramentos a los enfermos y se dirigió a la zona bohemia.


Shirley tenía los ojos hinchados, el pecho sofocado, el corazón encogido. Desde la caída de la tarde había llorado copiosamente al recordar las navidades de su infancia. Se acordó de la familia que la repudió, del marido que la abandonó, del hijo que se avergonzaba de ella. Sintió odio contra la vida, contra el infortunio a que se vio condenada. Confundida, tuvo miedo y deseo de sentir odio también contra Dios.


Si pudiera no trabajaría aquella noche, pero no le quedaba alternativa. Las deudas la obligaban a salir a la calle y esperar el dinero ocasional que llegaba escondido tras la fantasiosa excitación de su fortuita clientela.


Miró al hombre con la bolsa en la mano, camisa sin corbata, zapatos oscuros. Quizás viniera del trabajo. Lo encuadró en la tipología adquirida en tantos años de callejear: tenía el aspecto ingenuo de los que sólo buscan aliviarse y, a la hora del pago, prefieren ser generosos antes que enfrentar a una prostituta enojada dispuesta al escándalo.


Intercambiaron miradas y ella se esforzó por esbozar una sonrisa seductora. El se paró y le preguntó; ella señaló el hotel de paso de la esquina. Caminaron juntos en silencio, ella sobreponiendo su profesionalismo a los sentimientos rotos, él aprensivo ante el recelo de poder ser reconocido. Subieron las escaleras escasamente iluminadas, en cuyos peldaños las cucarachas se desviaban ariscas.


Al desabrocharse el primer botón ella intentó decir algo, pero él se le adelantó; le explicó que no estaba allí en busca de sexo sino de compañía. Pero que le pagaría lo acordado. Le habló de su sacerdocio y de su soledad, y le preguntó si ella estaría dispuesta a orar con él y a compartir la cena.


Shirley se sentó en la cama, metió la cara entre las manos y estalló en llanto. Pero ahora era un lloro de alivio, de gratitud por algo que no sabía definir, casi de alegría. Luego habló de sus navidades en el campo, del pesebre de tamaño natural que su padre armaba en un rincón de la casucha, del pavo engordado durante meses para la ocasión, del local bendito cedido por una vecina a falta de iglesia y de sacerdote en aquellas lejanías.


El padre Alfonso propuso hacer una oración. Ella se arrodilló y él la tomó de la mano e hizo que se sentara de nuevo. Él ocupó la única silla que había en el cuarto. Abrió el evangelio de Lucas y leyó pausadamente el relato del nacimiento de Jesús. Después le preguntó si le gustaría recibirla eucaristía. Shirley pareció sentirse golpeada. ¿Cómo ella, una puta, podría recibir la hostia sin haberse confesado siquiera? El sacerdote leyó el texto de Mateo 21,28: “Las prostitutas les precederán en el reino de Dios”. Y pensó que debiera ser él, y esa sociedad cínica, injusta y desigual los que debieran confesarse con ella y pedirle perdón por haberla obligado a una vida tan degradante.


Después de la comunión el padre Alfonso sacó dos vasos de la bolsa, los llenó de vino y partió el pastel. Amanecía ya cuando los dos seguían conversando animadamente acerca de sus vidas.

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