En diciembre del año pasado, los representantes de 193 países, entre ellos los poderosos personeros de las potencias, se arracimaron en Copenhague durante una cumbre de la ONU cuyo propósito era acordar las medidas necesarias para atenuar los efectos catastróficos del cambio climático provocado por el hombre. Durante 11 días debatieron temas que ya habían sido previamente abordados en exhaustivas negociaciones bilaterales. Y no pudieron llegar a ningún acuerdo... salvo el de seguir buscando un acuerdo. Las metas del Protocolo de Kioto, vigente desde 2005, vencen dentro de dos años y no hay nuevos compromisos con montos y plazos definidos. Largamente preparada, la Cumbre de Copenhague resultó un fiasco que se llevó al mundo entre las patas.
No es el desorden comercial, no es la crisis financiera, no es una emergencia bélica o sanitaria; lo que está a debate es cómo prevenir el fin del mundo, de nuestro mundo. Y no es posible llegar a acuerdos gubernamentales porque, en el fondo, no hay disposición para lograrlos.
Durante el pasado siglo el holocausto, el Gulag y las guerras mundiales nos enfrentaron al vértigo del mal; en el tercer milenio la pasividad ante el Apocalipsis nos enfrenta a los abismos del desafane. ¿Por qué, si todos están de acuerdo en el diagnóstico y en el pronóstico, no se ataca la enfermedad?
En los de a pie es quizá el pasmo ante la enormidad del desafío: ¿qué puedo hacer yo que no sea pedir mi pan en bolsa de papel en vez de plástico? Y sin embargo se han hecho revoluciones por libertad, justicia, pan, paz, tierra, dignidad... cuantimás por la sobrevivencia del género humano. No son suficientes, pero con todo es alentador que en el Klimaforum, la cumbre alternativa de Copenhague, decenas de miles se hayan congregado para reclamar y proponer.
Pero, y los que tienen el poder político y económico, ¿por qué esa pasividad culpable? A mi ver hay muchos factores que, sin justificarlo, explican la displicencia, el criminal desafane. Uno de ellos es que el fin del mundo es un buen negocio.
Me explico. Lo primero es entender que los que gobiernan en verdad no mandan, mandan los poderes fácticos y ante todo manda el gran dinero. Y el capital, al que quiéranlo o no representan los gobiernos de las potencias, es incapaz de asimilar que su modelo de producción y consumo es insostenible y nos lleva al despeñadero. Ciego a todo lo que no sea negocio –ceguera que los fans de la libre concurrencia consideran virtud–, al capital lo mueve el lucro y lo guían las señales del mercado. Pero resulta que el tal mercado no registra los costos ambientales, sobre todo los acumulativos que se manifiestan en el mediano o largo plazos. Lo que significa que por su propia naturaleza el capital tiende a destruir las condiciones de su reproducción. Adicto a la plusvalía, el gran dinero, como otros adictos, es suicida.
Cierto, los gobiernos nacionales y multinacionales pueden tomar medidas para identificar y ver que se sufraguen las “externalidades” ambientales, pero aunque sea por su propio bien, los capitales le sacan la vuelta a pagar esos costos.
Con esto bastaría para que estuviéramos en un atolladero. Pero el problema es aún mayor. Porque resulta que al gran dinero no lo mueven tanto las más o menos riesgosas ganancias provenientes de la inversión, como las siempre seguras rentas originadas en la propiedad. Rentas que son más elevadas cuanto más escaso es el bien que se posee de manera excluyente.
Renta es la forma que adquiere en el mercado el beneficio económico generado por el empleo productivo de un bien natural escaso y diferenciado, cualquiera que éste sea. Lo valorizado puede ser tierra, agua, aire, paisaje, biodiversidad, recursos del subsuelo, franjas del espectro electromagnético o ubicaciones geográficas privilegiadas. Aprovechar estos recursos supone inversiones que se deben recuperar con ganancias. Pero por tratarse de bienes limitados, su aprovechamiento deviene monopolio, lo que a su vez genera un sobrelucro, una renta que es mayor cuanto más escaso es aquello que se posee en exclusividad.
La clave de agriculturas extractivas o “mineras”, como la de los soyeros, no son sus inversiones sino la disposición de vertiginosos latifundios; los ingresos de Pemex, que en las décadas pasadas financiaron el gasto público y con él la acumulación privada, provienen del hecho de tener petróleo y no de lo que se gasta en sacarlo; las utilidades del duopolio televisivo no resultan de lo que invierten en su programación sino de que usufructúan de manera excluyente el espectro electromagnético...
Al capital le place decir que la ganancia es la recompensa que merece por la inversión, cuando en muchas ocasiones el lucro proviene de la privatización de un bien escaso, de modo que el gasto productivo es sólo un medio para obtener la renta.
Siempre fue así. Ya David Ricardo en sus Principios de economía política, de 1817, había establecido que la ley de los precios funciona para las mercancías “cuya cantidad puede ser aumentada por el esfuerzo de la industria humana y en cuya producción la competencia actúa sin restricciones”, no así en aquellas “que no pueden ser aumentadas por la industria humana”, cuyos precios incluyen una renta. Sobrelucro que proviene de su escasez: “cuando la tierra es muy abundante, productiva y fértil no produce renta” y “si hubiera abundancia de minas igualmente fértiles de las que cualquiera pudiera apropiarse, no producirían renta”.
Deslumbrados por los logros de la industria, los primeros estudiosos del capital pensaron que la potencia productiva de los ingenios humanos sustituiría paulatinamente a las potencias naturales, provocando el declive de las rentas. No fue así. La simbiosis entre la producción social y los ecosistemas es condición permanente de la vida humana. Y contra lo que esperaban, el industrialismo y la urbanización consumieron recursos que parecían inagotables y hoy son escasos.
“Si el aire (y) el agua (...) fueran de diferentes calidades, si pudieran ser apropiados, y cada calidad existiese solamente en cantidad moderada, estos agentes, lo mismo que la tierra, producirían renta”, señalaba Ricardo.
Pues bien, ya sucedió. Si añadimos a los factores naturales que señala el economista inglés otros que dos siglos de expansión productiva han vuelto limitados y privatizables, tendremos una imagen de la colosal dimensión de las rentas de nuestros días.
“El trabajo de la naturaleza se paga no porque rinde mucho sino porque rinde poco. En la medida en que se vuelve mezquina en sus dones, exige un precio mayor por su trabajo”, escribe Ricado. Es decir, que las rentas son directamente proporcionales a la escasez. Y es precisamente la escasez de los recursos naturales que hemos agotado lo que define los actuales descalabros ecológicos.
El capitalismo del cambio climático y de la crisis ambiental es un sistema económico cada vez más rentista, un capitalismo gandalla donde la riqueza creada por el trabajo se desvía a la valorización de la propiedad excluyente de los recursos naturales. Especulación que se añade a las ganancias de la rapiña financiera, para configurar un orden muy distinto del que se auguraba hace 200 años.
¿Por qué los gobiernos de las grandes potencias, que gastan 8.4 trillones de dólares en salvar a los bancos, no son capaces de destinar siquiera 200 mil millones a combatir el cambio climático? ¿Por qué no tratar de contener un desorden ambiental que ya como va es dañino y de rebasar los dos grados centígrados provocará hambrunas, pandemias, migraciones, guerras y desaparición de naciones enteras?
Porque cuanto peor, mejor. Porque la escasez paga rentas. Porque el cambio climático, el descalabro ecológico, el estrangulamiento energético, el agotamiento del agua potable, la crisis alimentaria... son un gran negocio para quienes acaparan millones de hectáreas de tierras fértiles, controlan las cosechas mundiales, poseen los grandes reservorios de agua dulce, especulan con el precio de los combustibles fósiles...
El fin del mundo es un gran negocio. Y mientras los negocios sean más importantes que la vida, las reuniones cumbre de las Naciones Unidas terminarán sin acuerdos, como la de Copenhague, o con acuerdos placebo que no atacan a la enfermedad.
Armando Bartra
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