Hermann Bellinghausen
Hace tiempo que no voy a La Piedad Cabadas, pero recuerdo el olor. A cerdo. Un poco a pienso, pero sobre todo a estiércol. En esa ciudad michoacana, cruce de caminos y líneas de autobuses foráneos, viven más cerdos que gente.
En México, el cerdo es mercancía segura. Ya ven que aquí es manjar predilecto y se le come prácticamente todo, desde la piel hasta las glándulas, los ojos y los intestinos. Es hígado, tocino y manteca; hasta sus huesos, bien molidos, se usan para alimentos industrializados de uso animal y humano.
Los criadores de La Piedad lo saben. Apechugar con la pestilencia es lo de menos. Si hasta uno como visitante. En pocos días te acostumbras. O le encuentras el lado bucólico a llevar la camisa impregnada de ese aroma inconfundible. O lo relacionas con memorias agradables, o cuando menos normales.
Sale a cuento La Piedad porque de allá venía Quirino, arrastrando en su tráiler un doble remolque compuesto por un elevado conjunto de jaulas de tubo repletas de puercos de granja. Sonrosados, vastos, bofos, aturdidos tras un día de carretera rumbo al norte.
Acostumbrado a ir de bodegas a supermercados, de molinos y canteras a la Central de Abasto, de una planta en Hidalgo a la frontera norte, de Minatitlán a Hermosillo, ahora la empresa lo había asignado a trasladar cochinos, y eso para Quirino era nuevo.
En aquella cuneta ampliada que hacía las veces de estacionamiento en la montañosa carretera, yo me había detenido a tomar unas fotografías desde el mirador que se abría, generoso y monumental, hacia los nudos bajos de la Sierra Madre Oriental. Y para estirar las piernas.
Atrasito se detuvo el largo tráiler de Quirino, con la carga animal antes dicha. Saltó de la cabina. Estiró las piernas. Se dirigió al pretil donde me encontraba, con suma familiaridad me extendió la mano y dijo:
–Quirino.
Respondiendo al gesto pronuncié mi nombre. Su mano era gruesa, fácil el doble de la mía, peluda y con dos anillos entre dorados y plateados.
–Ahora tengo que bañarlos. Ya vamos a llegar y ni modo que los entregue así como vienen, todos cagados unos encima de otros, con sus babas, usted entiende.
La presencia porcina era elocuente. Su olor, su vibra carnosa, se adueñaron enseguida del mirador y de la atmósfera. Siguió hablando, llevaba días en silencio, necesitaba hacerlo. La plática la hizo casi él solo. Lo seguí al tráiler. Conversamos mientras desenrollaba una manguera de respetable longitud, abría la perija del tanque de agua y encendía la bomba aspersora. El chorro fue delgado y potente. Explicaba de dónde venía (La Piedad), y de que la compañía que lo empleaba había conseguido un contrato con un criador para surtir a una planta procesadora en Chihuahua.
–No me pregunte cómo procesan ahí. Yo entrego los animales enteros y vivos. Cuando voy, los de la garita de guardia dicen: “Mmm, carne fresca”.
Los puercos, en un enjambre de celdas como de seis en fondo, echados sobre la panza y zombis, apenas rezongaron con el chisguete de agua. Quirino realizó la operación de un lado. Pasó la manguera debajo del chasis y la repitió en el otro costado del doble remolque. Se acabó el agua antes de llegar al último extremo y dijo:
–Esos ya que se aguanten.
No sé si se refería a los cochinos o a sus destinatarios. Rembobinó la manguera. Se secó las manos con una franela roja que sacó de la guantera y me volvió a extender la mano:
–Hasta la vista. Buen camino.
Dije lo mismo, o algo parecido, y me apresuré al carro para adelantarme. No quería ir detrás del kilométrico doble remolque sin poderlo rebasar, llevando enfrente los cerdos recién bañados, todavía chorreando, sonrosados, bofos, vastos.
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