Cada vez somos más los que creemos que otro mundo es posible ! Las formas de comunicación son importantes en estos aciagos tiempos. Hagamos del ingenio y de la inteligencia un instrumento de lucha para construir un mundo nuevo.
Monday, April 20, 2009
El sitio desde donde habla Sabines
Diego José
¡Tristes de nosotros que llevamos el alma vestida!
Alberto Caeiro
Bastaría considerar el siguiente comentario de Octavio Paz para concederle a Jaime Sabines el atributo de poeta original: “Muy pronto, desde su primer libro encontró su voz. Una voz inconfundible.” Sin embargo, el calificativo resulta ambiguo y suele estorbar para leerlo sin prejuicios.
Comúnmente se identifica la originalidad de un texto con la capacidad de innovación que posee frente al resto de la literatura que se escribe en un contexto determinado. Pero creo apropiado distinguir la originalidad y la innovación. Original es un concepto que nos remite a toda obra producida sin recurrir a la imitación y que, por consiguiente, posee un carácter singular; lo que define a la innovación es, precisamente, la capacidad de alterar o modificar algo a partir de elementos novedosos.
Pienso que la originalidad poética deviene de la manera en que el autor concibe su obra, es decir, en su particular percepción del mundo, del lenguaje y de la poesía; en tanto que la innovación resulta de los recursos y tratamientos que son empleados para expresar las cosas de forma novedosa. La obra de Jaime Sabines es original por su manera de encarar la poesía, con el desenfado y la firmeza de quien dice: esto es bueno, esto duele, aquello es la muerte. Y es menos innovadora, en el sentido en que lo fueron las vanguardias. Distingo una notoria separación entre una “obra original” y una “obra innovadora”: la temporalidad.
La innovación posee una caducidad determinada por la asimilación de su propuesta; en tanto que la originalidad persiste por su condición autónoma. El extremo de innovar conduce a una experimentación vacía y poco trascendente; el riesgo que corre la originalidad es incurrir en la repetición.
La técnica de Sabines no consiste en utilizar un lenguaje innovador, más bien en la cabal comprensión de cada palabra que emplea; incluso, en el atrevimiento de nombrar sin atavismos estilísticos, como afirma José Emilio Pacheco en la introducción al libro Jaime Sabines, algo sobre su vida: “El valor, el coraje, el machismo de Sabines no fue tanto escribir en los hipócritas cincuenta la palabra puta como otra palabra aun más prohibida: corazón.”
En Horal, su ópera prima, es notoria su declaración de principios. “Uno es el hombre” es un poema suficientemente claro para que comprendamos como lectores el sitio desde donde habla Sabines. La estrofa inicial revela su horizonte poético y la actitud que asume para describirlo: “Uno es el hombre./ Uno no sabe nada de esas cosas/ que los poetas, los ciegos, las rameras,/ llaman “misterio”, temen y lamentan./ Uno nació desnudo, sucio,/ en la humedad directa,/ y no bebió metáforas de leche,/ y no vivió sino en la tierra/ (La tierra que es la tierra y es el cielo/ como la rosa rosa pero piedra.)”
Algo de su enunciación me recuerda al paganismo de Fernando Pessoa –en la obra de su heterónimo Alberto Caeiro– a quien le debemos ese despiadado verso que dice: “El único misterio es que haya quien piense en el misterio”, y en otro más explícito: “Lo que vemos de las cosas son las cosas.”
Jaime Sabines, por su parte, asienta con similar actitud poética: “Uno es el hombre que anda por la tierra/ y descubre la luz y dice: es buena,/ la realiza en los ojos y la entrega/ a la rama del árbol, al río, a la ciudad,/ al sueño, a la esperanza y a la espera.”
Derek Walcott, en su ensayo La musa de la historia, señala una visión adánica del Nuevo Mundo en la que coinciden algunos de los poetas mayores de América, como Whitman o Neruda; en esta línea se haya la obra de Jaime Sabines, pero no es la epopeya vital o fatal de los hombres que comprenden su devenir renovado por el mito que su poesía manifiesta, sino la descarnada evocación del que nació desnudo y que, por encima de las vestiduras de la vida moderna, clama con asombro y desconcierto, con desenfado y atrevimiento, que la vida es una herida irremediable que no decidimos tener y que sin embargo padecemos. Así que nuestra alternativa es aceptarla con las dosis de placer y de dolor que conlleva, es decir, aprender a “llorar la hermosa vida”. La labor del poeta es nombrar la herida, de idéntica forma en que nombra las demás cosas; por eso su elocuente cinismo rompe decididamente con la solemnidad: “ Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi,/ pero esa tarde me fui al cine e hice el amor.” O la espontánea insolencia que se percibe en Tarumba: “Tengo miedo de no saber,/ de estar aquí como mi abuela/ mirando la pared bien muerta.”
Este adanismo le otorga a Jaime Sabines su originalidad, porque al expresarse con la ternura y la furia del primogénito de la Tierra , reconoce “que en el duro saber lo de este mundo/ halla el milagro en actitud primera”. Mas el tono inconfundible de su voz tiene que ver con el desencanto: Sabines es un Adán inconforme. Un primer hombre que al descubrir el mundo asiente y reprueba: “Lento, amargo animal/ que soy, que he sido,/amargo desde el nudo de polvo y agua y viento/ que en la primera generación del hombre pedía a Dios.”
El reproche que se percibe en estos versos es más instintivo que intelectual, en ese sentido, Jaime Sabines se encuentra en contrariedad con el espíritu que anima a la concepción adánica de la poesía del Nuevo Mundo, que según Walcott: “Se trata de un júbilo que lo siente todo renovado.” No se desprende tal sensación de su obra; en cambio, coincide con la idea que expone el antillano, de cierto fatalismo radical: “Pero no es la presión del pasado lo que atormenta a los grandes poetas, sino el peso del presente.”
A Jaime Sabines se le acusa de ordinario –de manera despectiva–, porque sus versos reposan sobre incidentes comunes, y esta opinión es el argumento que utilizan sus detractores. En realidad no es tan simple; su apuesta está en saber decir –con igual espíritu– la indiferencia o el dolor que siente un hombre al quitarse el saco, que ante la muerte. Lo verdaderamente cotidiano de su obra poética es que cada verso es un acontecimiento inusitado, no es la idealización de las cosas triviales: es poesía convertida en vivencia. Su viaje es en sentido opuesto al de los autores que estilizan el lenguaje y la vida ordinaria con falsas pretensiones de profundidad, y de aquellos que al trivializar las experiencias fundamentales lo hacen con una simplicidad pomposa.
Su originalidad –insisto– radica en hacer que el don de nombrar sirva para crear, es decir: hacer del poema un conjunto de palabras que devienen en vivencia para el lector. De golpe, uno descubre: “Quebrado como un plato/ quebrado de deseos, de nostalgias, de sueños”, y todo lo que se había supuesto que era la desolación se cierne en tales palabras. Luego, el lector se detiene un instante: “Se mecen los árboles bajo la lluvia/ tan armoniosamente/ que le dan ganas a uno de ser árbol.” Uno no puede sino sentirse tocado por esta contemplación como de bonzo en el retiro.
Con la poesía de Jaime Sabines, desde hace algunos años, existe una negación que deviene de su popularidad: es el rechazo habitual que sentimos hacia lo unánimemente aplaudido; en cierta medida, la manoseada lectura de su obra lejos de enriquecerla la ha sepultado, pero no concuerdo en responsabilizar a su poética por el simple hecho de tener apreciaciones y búsquedas distintas. La popularidad de Jaime Sabines ofende a ciertos círculos que consideran a la poesía el privilegio de una logia: en tiempos en que predominan las pretensiones más que los poemas, es obvio que se rechace a Sabines. Su popularidad tiene que ver con la empatía que despierta su obra, esto es: la coincidencia emotiva con otros seres. Así lo comenta José Emilio Pacheco: “El secreto de Sabines no es un misterio. En primer lugar es un maestro de su arte. En segundo (pero ante todo) ‘dijo nuestra palabra, anduvo nuestro camino': dio expresión a lo que sentimos y no alcanzamos a formular en palabras. Todos sufrimos del amor y del desamor, a todos se nos mueren las personas que amamos. Nada más Sabines nos ha dicho al oído lo que necesitábamos escuchar en el momento preciso.”
Comúnmente se dice que la poesía testimonial resulta de hacer inteligible la vida del autor para transformarla en expresión poética; en su caso sucede algo distinto; es la poesía que se convierte en vivencia y, como lector, lo que me toca profundamente es que experimento su poesía más allá de lo que evoca: lo que duele no es el dolor del hombre, sino el dolor de su palabra; no es el cuerpo ajado, ni la desolación o el tedio del lunes, son los versos que le dan existencia al lenguaje, y el lenguaje le imprime un nuevo significado a las experiencias. Jaime Sabines le da nervios y músculos a las palabras. El nudo de la empatía se cierra cuando se fusionan la emoción que originó el poema, la vitalidad autónoma de los versos y la reacción interna del lector, quien a partir de dicho encuentro se apropia de los versos, masticándolos largo tiempo, repitiéndolos como si fueran suyos. Pocos autores logran tal amplitud de registros. Evoquemos tan sólo Tarumba, Algo sobre la muerte del Mayor Sabines o Yuria. Alguna vez, Rosario Castellanos dijo sobre Sabines que “se puede asentir o disentir apasionadamente pero no alzarse de hombros con indiferencia, no pasar de largo como si se tratara de un asunto que no nos concerniera”. Creo que aquí yace el punto de la polémica que levanta su obra: se puede comulgar o no con su manera de hacer poesía, pero de una u otra forma nos tienta, nos seduce, nos repele y nos cuestiona.
Pero hay más, aun quitándole popularidad, su obra poética se mantendría firme y tal vez nos asombrarían sus revelaciones. Por eso considero importante aprender a leerlo sin tantas referencias preestablecidas y, de ser posible, olvidándonos un poco de Sabines, a lo mejor así lograríamos postrarnos frente al poema con el deseo sencillo de ver aparecer lo inesperado, pero como diría Alberto Caeiro: “Esto tal vez suene ridículo a los oídos/ de quien, por no saber qué es mirar a las cosas, no entiende a quien habla de ellas/ con el modo de hablar que el fijarse en ellas nos enseña.” La franqueza de la poesía de Jaime Sabines radica en su manera de encarar y de expresarse sin reticencias, como el hombre que “descubre la luz y dice: es buena”.
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment