Edmund Husserl
I
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II
La descomposición de la filosofía actual en medio de su actividad sin norte, nos da qué pensar. La decadencia es innegable desde la mitad del siglo pasado, en comparación con los tiempos anteriores, si intentamos considerar la filosofía occidental desde el punto de vista de la unidad propia a una ciencia. Esta unidad se ha perdido en cuanto al objeto de la filosofía, a sus problemas y a su método. Cuando con el comienzo de la edad moderna la fe religiosa fue convirtiéndose cada vez más en una superficial convención sin vida, la Humanidad intelectual se elevó en alas de la nueva gran fe, la fe en una filosofía y ciencia autónomas. La cultura entera de la Humanidad iba a ser dirigida por evidencias científicas, iba a ser penetrada de luces, a ser reformada y convertida en una nueva cultura autónoma.
Pero desde entonces también esta fe ha caído en la insinceridad y en la atrofia. No enteramente sin motivo. En lugar de una filosofía viva y una, tenemos una literatura filosófica creciente hasta lo infinito, pero casi carente de conexión. En lugar de una seria controversia entre teorías pugnantes, pero que denuncian en la pugna su íntima coherencia, su unanimidad en las convicciones fundamentales y una imperturbable fe en una verdadera filosofía, tenemos un seudoexponer y un seudocriticar, la mera apariencia de un filosofar seriamente unos pensadores con otros y unos pensadores para otros. En todo ello no se manifiesta para nada un estudio recíproco consciente de su responsabilidad y hecho con la intención de llegar a una verdadera colaboración y a resultados objetivamente válidos. Ahora bien, objetivamente válidos no quiere decir otra cosa que resultados depurados por una crítica recíproca y capaces de resistir a toda crítica. Pero también, ¿cómo va a ser posible un verdadero estudio o una verdadera colaboración, habiendo tantos filósofos y casi otras tantas filosofías? Tenemos aún, es cierto, congresos filosóficos; los filósofos se reúnen, pero, por desgracia, no las filosofías. Falta a éstas la unidad de un espacio espiritual donde poder existir la una para la otra y obrar la una sobre la otra. Es posible que las cosas estén mejor dentro de simples “escuelas” o “direcciones”, pero dada su existencia en forma de aislamiento, y a la vista de la total actualidad filosófica, el resultado es en lo esencial el que acabamos de describir.
En medio de esta desventurada actualidad, ¿no estamos en una situación semejante a aquella con que se encontró Descartes en su juventud? ¿No será tiempo, pues, de renovar su radicalismo de filósofo que inicia su actividad, de someter a una revolución cartesiana la inabarcable literatura filosófica con su confusión de grandes tradiciones, de innovaciones serias, de modas literarias calculadas para hacer “impresión”, pero no para ser estudiadas y, en fin, de empezar con nuevas meditationes de prima philosophia? ¿No se puede atribuir en definitiva lo desconsolador de nuestra situación filosófica al hecho de que los impulsos irradiados por aquellas meditaciones han perdido su vitalidad originaria, y la han perdido porque se ha perdido el espíritu del radicalismo en la autorresponsabilidad filosófica? ¿No debiera pertenecer, por el contrario, al sentido radical de una genuina filosofía, el imperativo, que se supone exagerado, de una filosofía resuelta a conseguir la extrema limpieza imaginable de prejuicios, de una filosofía que, con efectiva autonomía, se dé forma a sí misma, partiendo de últimas evidencias hijas de sí mismas, y se haga por ende absolutamente responsable?
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