Guadalupe Loaeza/ Grupo Reforma
Con una lista en la mano y 300 pesos en la bolsa, me dirigí ayer por la mañana al súper. No obstante era lunes, me sentía con más energía que de costumbre. Con esa misma actitud y a sabiendas de mi pobre presupuesto, tomé el carrito como si tomara un escudo para enfrentarme a la guerra de los precios. Por la noche recibiría a cenar a dos matrimonios y a un amigo, todos ellos inteligentes, informados, pero sobre todo, amantes del buen comer. Dada la precariedad de mis finanzas, decidí ofrecerles una cena, de la "nouvelle cuisine mexicaine", la cual consistía en un simple arroz verde cubierto de queso gratinado, chilles rellenos, frijoles de olla y nieve. "No hay nada como la comida sencilla y casera de toda la vida...", pensaba como para justificar mis platillos tal vez demasiado caseros para una cena que aunque informal, quería que mis amigos se sintieran muy bien recibidos.
Afortunadamente, ya había comprado en el mercado de San Juan los chiles poblanos (chiquitos, muy chiquitos), el jitomate (de bola), el queso (de Oaxaca), los huevos, el arroz (de marca Jazmín-Covadonga), la crema (Alpura) y el ajo (del país), nada más me faltaba la nieve, una botella de aceite (Capullo) el pan y las fresas. Lo primero que hice fue dirigirme hacia donde se encontraban los helados, allí encontré, con mucha suerte, precisamente el de fresa de la marca Haagen-Dazs que había comprado hacía un tiempo y que me había parecido excelente. Además tenía la virtud de ser "fat free"... Como vi que su precio era elevado, llevé medio litro.
En seguida fui a comprar el aceite y cuatro cajitas de fresas, y entre corredor y corredor, aproveché para tomar un Vel Rosita (para las sábanas y toallas), un kilo de naranjas (para el desayuno de Enrique), una ensalada (para la dieta), un paquete de chile morrón (para la ensalada), un kilo de tortillas (5.60 pesos) , una bolsa de pescado Blanco de Nilo (para comer lo que resta de la semana) y 12 panes chapata pequeñitos (para la cena). Era evidente que al ir acumulando todas las compras, no sumaba; al ver el carrito medio vacío, pensaba que el total no ascendería más allá de 300 pesos.
Una vez que verifiqué mi pequeña lista y que supuestamente no faltaba nada, me encaminé hacia la caja 4. No fue sino hasta que vi a la señorita pasar, a toda velocidad, cada cosa por el lector de precios que me percaté que tal vez había comprado demasiadas cosas. Sin embargo, no dije nada. Atrás de mí había cuatro personas más que esperaban su turno. "Son 480.00 pesos", me dijo la inocente. "¿¿¿¿¿Cuáaaaaaaanto????? pregunté sintiendo una ligera taquicardia. "Cua-tro-cien-tos-o-chen-ta-pe-sos", repitió sin la menor solidaridad. Optimista como soy saqué, no sin cierta incertidumbre, mi tarjeta de débito de Banamex: "No-pa-sa-se-ño-ra", dijo la cajera con toda su contundencia. Saqué mi American Express de servicios: "Tam-po-co-pa-sa", afirmó esta vez casi a gritos. Mirándola con ojos de pistola, saqué la otra, la de crédito: "És-ta-tam-po-co-pa-só", agregó con ojos de ametralladora.
"Híjole, es que no me alcanza, señorita. ¿Qué hacemos? ¿Qué fue lo más caro, para retirarlo?". Para esos momentos tenía la impresión que la empleada quería ahogarme con una bolsa de plástico: "Ay, señora, es que el muchacho ya se llevó todas sus bolsas a su coche y todavía falta mucha gente...", apuntó la empleada sumamente irritada. De pronto una señora pelirroja de pelo muy cortito que estaba justo detrás de mí, se dirigió hacia ella y le comentó: "Oiga, señorita, esta señora es una escritora muy famosa. Qué, ¿no sabe quién es?". Ésta la miro desafiante y contestó: "No sé quién es, lo único que sé, es que necesito que me pague o que vaya por sus bolsas para la devolución de la mercancía". Mientras tanto yo me quería morir. Me sentía miserable, torpe y totalmente incomprendida por el personal del súper y por todas las instituciones de crédito.
Haciendo acopio de mis mejores buenos modales, puesto que ya me habían reconocido, dije con una voz dizque muy serena: "Por eso, señorita... dígame qué fue lo más caro para regresarlo". "El pescado, ese cuesta 90 pesos. Mejor dígame ¿cuánto dinero tiene?" "Trescientos pesos". "¿¿¿¿¿¿Nada máaaaaaaas??????", preguntó sin la menor generosidad ni el mínimo amor hacia su prójimo. Me quería morir... "Entonces tiene que dejar, el pescado, la nieve y un paquete de fresas". "No, mejor dejo el pescado, el Vel Rosita y las naranjas". "Con eso, todavía no le alcanza... Tendría que dejar otra cosa, ¡la nieve!". "No, señorita, no puedo dejar la nieve; dejo el pescado, el Vel Rosita, las naranjas, y los chiles morrones".
Curiosamente la señora de atrás, se veía aún más apenada que yo. Con una mirada muy bonita, me susurró al oído: "Permítame por favor, prestarle 50 pesos. Para mí sería un honor... Me encanta cómo escribe...". "Ay, no, señora, qué pena. Es que con la cuesta de enero... pues no hay dinero que alcance... ¿verdad? No, no se preocupe... Yo creo que si dejo también los ajos, con eso me alcanza", le dije con voz de una señora muy, muy pobre. Claro, le di lástima y de inmediato sacó un billete de 50 pesos. No quise aceptárselos, naturalmente. "Si quiere, yo también le presto, soy su lector", dijo un señor de canas que estaba formado atrás de la pelirroja. "Aunque no estoy de acuerdo con sus ideas política, yo también coopero...", agregó una joven muy bonita quien le daba un aire a la cantante Belinda.
Para entonces, ya se había acercado a la caja el supervisor para hacer todas las devoluciones. Por mi parte, yo quería desaparecer; quería tomar mis bolsas y echarme a correr. Quería huir, además de pobre, me sentía sumamente culpable por haber gastado tanto en el mes de diciembre. "Muchas, muchas gracias, pero no puedo aceptar su dinero. Créanme que se los agradezco... Pensándolo bien, voy a dejar también el aceite... Y en lugar de llevarme un litro de nieve, me llevaré medio... Estoy segura que así, sí me va a alcanzar...", les dije con la voz entrecortada. La solidaridad de mis lectores me había llegado hasta la médula... En efecto, me alcanzó perfecto y hasta me sobró dinero. El cambio que me dio la cajera tan deshumanizada, se lo di íntegramente al niño que me ayudó con las bolsas prácticamente vacías.
Al llegar a mi casa, lo primero que me pidió la muchacha fue el aceite para empezar a capear los chiles rellenos. "No, no lo traje. ¿Sabía que los alimentos capeados son lo que más engordan? Sin capear y sin nada de grasa, son más nouvelle cuisine mexicaine..." Leonor se me quedó viendo, como diciendo, "Híjole, ahora sí se le están olvidando cada vez más las cosas a la señora... Y eso que lo apuntó... pobrecita...".
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