Foro Nacional por la Defensa de los Derechos Humanos en Oaxaca.
Martes 9 de enero de 2007, de 9:30 a 16:30 Hrs.,
Salón Legisladores, Edificio “A”, 2° piso,
Cámara de Diputados de San Lázaro.
¿Hacia un proceso de Bordaberrización en México?
Compañeros de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO),
de la Asamblea Popular de los Pueblos de México (APPM)
y de la Fracción Parlamentaria del PRD en la Cámara de Diputados.
Dado que en otras ocasiones y en ámbitos diferentes me he referido a la situación de los derechos humanos en Oaxaca y a que durante el evento que nos convoca se rendirán diferentes testimonios de víctimas directas de la represión, quiero enfocar mi intervención en el análisis de la coyuntura y las tendencias hacia la conformación de un nuevo régimen autoritario en nuestro país.
México vive un larvado proceso de fascistización. Si no se lo frena ahora, su consecuencia lógica puede ser la consolidación de un Estado terrorista. Conviene tomar en cuenta que el terrorismo de Estado es algo más que la violenta implantación de un régimen dictatorial: es una política cuidadosamente planificada y ejecutada que responde a un proyecto de dominación de clase tendiente a configurar un nuevo modelo de Estado que actúa pública y al mismo tiempo clandestinamente a través de sus estructuras institucionales.
El estado de Jalisco, en 2004, con Francisco Ramírez Acuña, y los estados de México y Oaxaca, en 2006, bajo las gubernaturas de Enrique Peña Nieto y Ulises Ruiz, respectivamente, son sendos laboratorios para la imposición de un nuevo modelo de dominación a nivel nacional. En dichos casos, el Estado abandonó abierta o encubiertamente el imperio del derecho y adoptó formas de excepción, dando vigencia a la máxima latina “lo que place al príncipe tiene fuerza de ley”. En esos casos, los gobernadores de Jalisco, estado de México y Oaxaca contaron con el aval del ex titular del Poder Ejecutivo, Vicente Fox, y con la actuación violenta de fuerzas coercitivas, locales y federales.
El uso de la fuerza guarda relación con la pérdida de hegemonía del bloque de poder, a través de sus representantes políticos y portadores ideológicos, lo que obligó a la adopción de formas excepcionales para la solución de las crisis. La fractura en el bloque de poder −la ausencia de consenso político por parte de los intereses del capital monopólico y las constantes disputas entre las fracciones de clase dentro del bloque dominante−, y la ineficacia de los instrumentos coercitivos que garantizaban un consentimiento condicionado de las clases subordinadas −verbigracia, la incapacidad de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN) para encauzar la lucha de clases dentro de los canales legitimados por el sistema−, llevaron a la sustitución de los mecanismos de dominación. Cuanto más graves y catastróficas sean estas crisis, más excepcionalidad adquirirá la forma del Estado; más apelará el bloque de poder a los estamentos militares y paramilitares (escuadrones de la muerte, sicarios a sueldo, policías ministeriales, municipales y auxiliares vestidos de civil, como ocurre hoy en Oaxaca) para resolver de manera coercitiva lo que no le es posible ya lograr por el consentimiento.
Guiados por una fría racionalidad tecnocrática institucionalizada, en la coyuntura del 2006, el fraude electoral −un nuevo fraude de Estado montado en parte sobre el voto del miedo−, así como la represión violenta de tipo contrainsurgente en la Siderúrgica Lázaro Cárdenas-Las Truchas (Michoacán), San Salvador Atenco (estado de México) y Oaxaca, y un virtual estado de sitio en torno al Palacio Legislativo de San Lázaro (en vísperas y durante el sexto informe de gobierno foxista y el cambio de mando Fox-Calderón), han sido las formas de control directo del Estado y el acomodamiento del mismo a las necesidades de los intereses estratégicos afectados.
De manera gradual desde la insurrección campesino-indígena del EZLN en Chiapas (1994), México ha vivido un lento proceso de militarización de todo el aparato del Estado y adoptado cada vez más formas propias de un Estado de excepción. El Estado-mediación ha ido cediendo espacio al Estado-fuerza, lo que, de suyo, implica la elaboración de un nuevo derecho de base esencialmente discrecional en cuanto a las facultades de los poderes públicos, sin sujeción a criterios de razonabilidad y autolimitación.
La “legitimación” del uso de la represión violenta desproporcionada y la práctica de la tortura contra grupos altermundistas en Jalisco (2004), por el secretario de Gobernación del régimen actual, Ramírez Acuña, y la reproducción aumentada del nuevo modelo autoritario en Michoacán, Atenco y Oaxaca (2006), configuran un Estado contrainsurgente en ciernes. Una nueva “filosofía” y un nuevo tipo de dominación que, con el aval de Felipe Calderón desde antes de asumir el cargo como presidente impuesto, y con el concurso del Ejército, la Marina de Guerra, la Policía Federal Preventiva (PFP), la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y la actuación de grupos paramilitares, exhibe de manera descarnada, en Oaxaca, la nueva faz de un Estado clandestino que utiliza el crimen y el terror como método.
Asimismo, como laboratorio del horror, Oaxaca exhibe la impunidad fáctica y jurídica de “las fuerzas del orden”, amparadas por un sistema judicial cómplice y temeroso, que ha sido usado como instrumento de represión, persecución política y amedrentamiento. Una impunidad total para matar, secuestrar-desaparecer, aprisionar, torturar, vejar, humillar, violar sexualmente y trasladar a miles de kilómetros, fincándoles cargos múltiples, a disidentes políticos considerados “vándalos”, “subversivos” o “terroristas” según la lógica que impera en las estructuras del poder dominante, local y federal.
Ante la incapacidad de las viejas formas de dominación para defender el orden capitalista dependiente y contrarrestar la contestación social en ascenso, la clase en el poder incorpora una actividad paralela del Estado mediante una doble cara de actuación de sus aparatos coercitivos: una pública y sometida a las leyes, y otra clandestina, que aplica el “terror benigno” al margen de toda legalidad formal.
La conformación de un “gabinete de choque” por el espurio Calderón, con la llegada del ex subdirector gerente del Fondo Monetario Internacional, Agustín Carstens, a la Secretaría de Hacienda y el “padrino” Francisco Ramírez Acuña a Gobernación −prontuariado por organizaciones humanitarias por los delitos de tortura, detenciones arbitrarias e incomunicación de prisioneros y ahora dotado de amplias facultades para coordinar acciones de seguridad nacional−, anticipaban ya, en diciembre pasado, un gobierno de “mano dura” afín a los intereses cupulares del Consejo Coordinador Empresarial y sus aliados transnacionales.
Asimismo, la designación de dos hombres extraídos de los sótanos de la seguridad del Estado, Eduardo Medina Mora y Genaro García Luna, en la Procuraduría General de la República (PGR) y la Secretaría de Seguridad Pública federal (SSP), respectivamente, formó parte del mensaje autoritario inicial del nuevo gobierno. La reubicación en puestos clave del área de seguridad, de dos hombres que participaron en tareas de mando en los hechos de violencia estatal antiterrorista en Michoacán, Atenco y Oaxaca, no sólo dio una idea del continuismo del régimen de derecha panista sino que evidenció la voluntad del titular del Ejecutivo federal de persistir en las políticas de escarmiento y terror disuasorio, violatorias de los derechos humanos, del gobierno anterior.
La tendencia hacia la conformación de un régimen de fuerza de nuevo tipo, sustentado en el poder de las armas, el terrorismo de Estado y la censura previa, y no en la Constitución, las leyes y la civilidad republicana, se ha venido confirmando con la militarización de la seguridad interior vía la presunta “guerra” contra el crimen organizado (operativos castrenses Michoacán, Tijuana y Sinaloa) y el proyecto de reingeniería de los órganos de seguridad del Estado, que comprende la creación de un Cuerpo Federal de Policía y gendarmerías supervisadas por el Ejército en localidades con menos de 20 mil habitantes así como la figura de un nuevo “zar” antidrogas.
Calderón: ¿mano militar?
Felipe Calderón dijo en campaña que tenía la “mano firme” para restablecer “el orden y la seguridad” en México. Y desde que asumió la Presidencia ha esgrimido un vocabulario bélico e incluso se exhibió en indumentaria militar. Sin embargo, en política, la forma y los símbolos importan. Por eso, el “estilo personal de gobernar” del actual titular del Ejecutivo ha arrancado algunas expresiones de alerta.
Desde un primer momento, Calderón, quien ganó los comicios por medio punto porcentual y cuya legitimidad ha estado acotada por la sombra de un megafraude de Estado, ha querido significar su asociación con las Fuerzas Armadas. Ningún otro asunto ha recibido tanta atención en los medios masivos de comunicación, en particular en la radio y la televisión, como los anuncios de la Presidencia para mostrar su cercanía con las instituciones armadas.
En el primer minuto del 1 de diciembre pasado, en una ceremonia sin precedentes en la vida republicana de México, Calderón asumió la titularidad del Poder Ejecutivo en la residencia oficial de Los Pinos rodeado de militares. En un acto simbólico de traspaso del poder, su antecesor, Vicente Fox, se despojó de la banda presidencial y la entregó a un cadete del Colegio Militar. Acto seguido, ya investido como mandatario, Calderón tomó protesta a los miembros de su gabinete de Seguridad Nacional.
Horas después se produciría su agitada toma de mando ante un Congreso militarizado. Pero lo más significativo de ese 1 de diciembre fue la presencia de Calderón en el Campo Marte, donde presenció un desfile castrense y luego, exceptuándolos de la austeridad burocrática, anunció un aumento salarial para los miembros de las instituciones armadas.
Con posterioridad, en el marco de una gran cobertura mediática y contraviniendo el texto del artículo 129 constitucional, que prohíbe a las Fuerzas Armadas ejercer en tiempos de paz funciones que no tengan “exacta conexión con la disciplina militar”, lanzó su “guerra” contra el narco y la delincuencia organizada mediante la intervención combinada de soldados del Ejército, infantes de Marina y las policías de todos los niveles en Michoacán, Baja California y Sinaloa, estados detectados como los principales “focos rojos” de la criminalidad.
Previamente había ordenado transferir 7,500 efectivos de la Tercera Brigada de Policía Militar y 2,500 de la Marina de Guerra a la Policía Federal Preventiva, confirmando el carácter paramilitar de ese cuerpo, en un hecho que entraña, a la vez, una contradicción, ya que la tarea de prevención del delito no se lleva con la preparación y la actividad castrenses.
En el Presupuesto para el año fiscal aprobado en diciembre por el Congreso, se registró un aumento significativo en el rubro seguridad, en detrimento de otras áreas como educación y cultura. Así, el presupuesto de la Secretaría de Seguridad Pública pasó de 9.5 mil millones de pesos en 2006 a 13.6 mil millones para 2007; el de la Secretaría de la Defensa Nacional aumentó de 26.9 mil millones de pesos a 32.2 mil millones, y el de la Marina pasó de 9.4 mil millones de pesos a 10.9 mil millones de pesos para los mismos años. Por su parte, la Secretaría de Gobernación gastará casi 40 por ciento de su presupuesto en inteligencia estratégica y seguridad nacional.
Por otra parte, el 3 de enero pasado, en la que fue su primera actividad pública en 2007, el Presidente se presentó en el cuartel principal de la 43ª. Zona Militar, en Apatzingán, Michoacán, ataviado con una gorra de cinco estrellas y casaca militar de combate, rindió “tributo” a las Fuerzas Armadas y compartió el “rancho” (el pan y la sal según la jerga castrense), con los soldados. Desusado en México, el gesto fue interpretado como un intento por ostentarse como comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Pero también fue visto como una manera de demostrar que cuenta con el apoyo del Ejército después de una elección muy cuestionada. Miguel Angel Granados Chapa habló incluso de la “sujeción” del presidente de la República a las Fuerzas Armadas. Y la portada de la revista Proceso de esta semana es de suyo elocuente: “El rehén”, es el título de portada que atraviesa una foto que exhibe a Calderón con quepí militar y uniforme de faena verde olivo, rodeado de mandos castrenses.
Los espectaculares y multipublicitados operativos conjuntos del Ejército, la Marina de Guerra y las distintas policías contra el narco y la delincuencia organizada han arrojado hasta ahora magros resultados. Lo que sí avanza de facto es la reestructuración de todas las policías bajo un mando único a nivel federal.
El proyecto ha sido elaborado por expertos en contraterrorismo que han pasado por el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), la Policía Federal Preventiva (PFP) y la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), con asesoría de mandos militares, de la Guardia Civil española, la policía francesa y otras corporaciones extranjeras como la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) y la agencia antidrogas (DEA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos.
Sin que hayan sido aprobadas por el Congreso las reformas legales correspondientes para su creación, el nuevo Cuerpo Federal de Policía (CFP) fusionará y asumirá las atribuciones, facultades, capacidades y la operación de la Policía Federal Preventiva, la Agencia Federal de Investigaciones y la Inspección Migratoria, y muy posiblemente también a la Policía Fiscal, que hoy depende de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.
De manera provisoria, hasta que el Congreso apruebe las modificaciones, el mando de la CFP −que hará las veces de una policía nacional encargada de la seguridad, pero también del control de los movimientos políticos y sociales−, ha sido encomendado al general de Brigada Ardelio Vargas Fosado, quien el 15 de diciembre pasado fue designado comisionado de la PFP y director de la AFI, simultáneamente.
El general Vargas, quien inició su carrera en el área del espionaje político en la desaparecida Dirección Federal de Seguridad (DFS) y fungió como director de investigaciones en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), antes de ser nombrado jefe del Estado Mayor de la PFP, cargo desde el cual dirigió en el terreno los operativos contrainsurgentes en San Salvador Atenco y Oaxaca, en 2006, comandará una fuerza de 40 mil hombres.
Asimismo, el comisionado tendrá bajo su mando a cinco comisarios, cada uno a cargo de un área específica: policía ciudadana, policía auxiliar del Ministerio Público, aduanas, migración e inteligencia. Esta última, cuyo comisario designado es Ignacio Nemesio Lugo, se encargará de investigar terrorismo y grupos armados.
Trascendió que en la creación de la figura de un “zar” antidrogas, el gobierno de Calderón ha trabajado de manera estrecha con autoridades de Estados Unidos adscritas al área de seguridad nacional y altos mandos militares. Se anticipa, también, que el nuevo “zar” antinarcóticos tendrá vínculos directos con todas las áreas de los departamentos de Estado y del Tesoro, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas y la agencia antidrogas de Estados Unidos. Se prevé incluso la instalación de más oficinas de la DEA en territorio mexicano.
En el marco del Acuerdo para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), igual que Vicente Fox, en el gobierno de Calderón la política interior de México forma parte de la agenda de seguridad nacional de Washington. Por su asimetría, la militarización y transnacionalización de los “esfuerzos bilaterales” del combate contra el crimen organizado y el terrorismo, significa, para México, una cesión de soberanía.
Por otra parte, cabe apuntar que la “guerra” del Estado contra el crimen organizado plantea un falso dilema. Se podrá controlar, administrar o acotar al hampa. Pero no derrotarla. Porque en México existe una corrupción institucionalizada. La criminalidad organizada ha tenido un desarrollo endógeno. No se trata de un fenómeno paralelo, ajeno a las estructuras del Estado. Ha crecido al interior mismo de la estructura de poder. Atraviesa a las grandes empresas, la banca privada, las Fuerzas Armadas, la Procuraduría General de la República, el aparato judicial, la clase política.
Con medidas de tipo policial y militar, Calderón podrá intentar devolver cierta autoridad al Estado y un mínimo de orden a la sociedad. Que paren las decapitaciones y la violencia extrema. Pero nada más, salvo intentar legitimarse.
Para derrotar a la criminalidad se necesita reformar a fondo las injustas estructuras. Pero esa no es la “misión” del proyecto conservador de Felipe Calderón.
De allí que, como decíamos al principio, lo que se avizora para México sea un nuevo modelo autoritario de seguridad. Un Estado de corte cada vez más policial-militar, basado en prácticas de tipo contrainsurgente. Un nuevo Estado de excepción, que con la excusa de combatir a los cárteles y las mafias, esté dirigido a controlar y/o aplastar a los movimientos sociales y a la disidencia política interna.
México viaja a contracorriente de los vientos de fronda que azotan la geografía latinoamericana. Con Calderón, presidente débil, podríamos estar asistiendo a un proceso de bordaberrización del Estado. La expresión alude a la experiencia uruguaya protagonizada por el presidente Juan María Bardaberry, quien llegó al gobierno en 1972 mediante un fraude electoral y un año después, con apoyo de los militares, disolvió el Parlamento, ilegalizó los sindicatos, cerró la Universidad y dio inicio a un proceso cívico-militar basado en la represión, la desaparición y la tortura, de la mano de una Doctrina de Seguridad Nacional patrocinada por Estados Unidos en todo el Cono Sur de América Latina.
Es decir, México, con Calderón, podría estar en el inicio de un lento proceso de militarización bajo fachada civil, sustentado en leyes de excepción.
Al respecto, cabe recordar, finalmente, que, como decían los clásicos y sucedió en Uruguay y otros países de la región, “las bayonetas sirven para todo, menos para sentarse sobre ellas”.
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