Marcos Roitman Rosenmann
Preocupación y tristeza causa la separación que algunos intelectuales de izquierda realizan entre ética y política. En especial cuando justifica la corrupción del carácter. Sus hacedores parecen renunciar al ejercicio crítico de la razón para justificar lo injustificable. Su apuesta abraza un discurso corrosivo para las nuevas generaciones que buscan fundamentos para la construcción de proyectos alternativos. Su pedagogía incita al delito y el mensaje al fraude: se puede robar, mentir, ser un violador, matar, enriquecerse, no menos que pactar con torturadores y narcotraficantes; nada impide seguir en la izquierda. Da lo mismo que da igual. El pragmatismo subsume la ética. Es un pensamiento borroso. Los actos políticos no tienen consecuencias políticas, sólo penales. Es mejor no pensar, derivar la responsabilidad política hacia el electorado, al denominado voto de castigo. Debe ser el soberano quien dé la espalda a los corruptos. Si la izquierda realmente existente roba, viola y es corrupta, es nuestra y preferible a la derecha. Cuestión que olvidan, nos pone al mismo nivel de estercolero.
Si emergen proyectos críticos donde el factor ético surge con fuerza se les margina por no ser pragmáticos y perder de vista el neoliberalismo imperialista que nos acecha. Es mejor aplazar la crítica. Y uno se pregunta: ¿para cuándo? Estoy seguro que ni José Martí, ni Sandino, ni Salvador Allende tuvieron cola que pisarles. Su vida fue ejemplar. Y como ellos, miles en Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Chile, Argentina, Cuba o Perú. Sólo que están en el anonimato y configuran el ejército de militantes en las fábricas, las minas, el campo o la maquila. Si la explotación capitalista destruye, entre otras cosas, la conciencia del ser humano, unir ética y política es una bandera irrenunciable. ¿Bajo qué principio se puede robar al erario y seguir siendo de izquierdas? ¿Cómo se puede dejar libre a torturadores y predicar la justicia social?
Sólo cabe vergüenza ante la traición. En sí, lo dicho supone la renuncia a la lucha por la democracia, la liberación y el socialismo. Los corruptos no son nuestros ahora ni lo serán nunca. La izquierda no tiene nada en común con personajes o partidos que tras años de luchas en la clandestinidad acaban ejerciendo el poder como líderes millonarios, construyendo mansiones, pisos de lujo y cuentas bancarias en paraísos fiscales. Los casos son muchos.
En la lucha por la liberación y el socialismo, ética y política navegan y constituyen parte de un mismo proyecto: el bien común y el sentido social del quehacer militante de la izquierda. Ya en el siglo XIX cualquier desliz, violencia de género, ir borracho, no acudir a las reuniones, todos ellas conductas poco honorables, acarreaban pública condena y expulsión de la militancia. Y lo más importante, la ciudadanía tenía clara la diferencia entre derecha e izquierda. Advertía la coincidencia entre capitalista, ser corrupto y participar de los pecados de la carne. Sin embargo, entendía la distancia que separaba a un socialista, un demócrata, un comunista de tales miserias. Su vida era un aval para el comportamiento ético y tenía una carga de compromiso social inexcusable. En este último coincidían la crítica del capitalismo y el rechazo de la explotación del hombre por el hombre. Tan es verdad, que el capitalismo interiorizó esta premisa para demostrar su falsedad. Es decir, presentó al militante de izquierda como un ser ávido de compartir las mieles del capitalismo consumista. Un ser con doble moral: ser comunista y vivir como burgués. Con este argumento descalifica a la izquierda en los países occidentales y lo hizo en los países del Este en tiempos de guerra fría. En otros términos: la carne es débil y se corrompe. Los comunistas quieren disfrutar de la buena vida sólo posible en la economía de mercado. En este sentido, las fuerzas defensoras del capitalismo no tienen miedo en asumir conductas corruptas y realizar vilezas a cambio de aumentar sus cuentas bancarias y ejercitar el poder. Los capitalistas no se avergüenzan. Por tanto, que la izquierda caiga en las redes del vil metal, del oro, no es para tanto, poderoso don es don dinero. Es cosa de acostumbrarse. La primera vez duele, luego se disfruta. Compra voluntades, conciencias y desde hace algunos años proyectos políticos.
Este mensaje lanzado desde la derecha tiene un lema sencillo: disfruta el momento y no te dejes llevar por la conciencia. Hoy se firma un pacto de no agresión. Tú no sacas tus corruptos y yo no ventilo los tuyos. Una izquierda institucionalizada. Parece estar cansada de luchar, prefiere un pacto de no agresión, vivir en pecera ajena, participar del festín; se conforma con un acta de diputado o senador. Prefiere tener coche oficial e influencias, lo necesario para medrar y hacerse rico.
Banqueros, empresarios y políticos de la derecha bailan su triunfo. La socialdemocracia y la mal llamada izquierda moderna en América Latina y Europa occidental responden a esta dinámica. Resulta irónico que el PSOE se presentase a las elecciones de 1978 con un lema: cien años de honradez. Este mensaje trasmitía un comportamiento ético como aval histórico. Bastaron 10 años de gobierno para dilapidarlo y hacer trizas un patrimonio perteneciente a todo el movimiento obrero internacional de lucha por la liberación, el socialismo y la emancipación, en la cual confluyen ética y política. Pasará tiempo en España antes que sea creíble unir honradez, izquierda, ética y política. Los casos de corrupción suman y siguen en el siglo XXI.
Sin ejercer la crítica, por inoportuna, y tildados de hacer el juego a la derecha, los indicadores de esta contradicción están siendo descalificados o marginados. Se debe romper este círculo vicioso y recomponer el debate. Es necesaria una pedagogía para la lucha emancipadora anticapitalista, donde se practique la unidad entre ética y política. Recuperar esta práctica liberadora al decir de Paulo Freire nos pondría en la construcción de la alternativa democrática y por el socialismo del siglo XXI. Amén de explicar la diferencia entre derecha e izquierda. Otra cosa es avalar una cultura de la muerte, la razón de la sinrazón y el cansancio ético propio del social-conformismo.
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