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Monday, June 11, 2007
El gobierno de la música
José Ángel Leyva/ La Jornada Semanal
Entrevista con Enrique Arturo Diemecke
En la vida de Enrique Arturo Diemecke todo transcurre bajo una misma noción: la música. Vio la luz, o la escuchó desde el vientre de su madre, en una atmósfera de sonidos, de instrumentos, de partituras, de afinaciones que iniciaban desde la madrugada hasta horas avanzadas de la noche. Su padre, de ascendencia alemana, era propietario de una academia de música que a la vez era el hogar donde criaba a sus hijos. A los siete años, Enrique Arturo, quien ya tocaba el violín en el cuarteto de sus hermanos, preguntó a su padre por qué llevaba esos nombres. Enrique, por el abuelo materno de su padre, y el segundo por el famoso director de orquesta, Arturo Toscanini. Desde entonces –afirma uno de nuestros artistas más reconocidos en el extranjero y director artístico hasta hace unos meses de la Orquesta Sinfónica Nacional–, tomó conciencia de su precoz decisión, de su papel en el amplio territorio de la música. Enrique Arturo Diemecke ocupó la plaza de director artístico de la Sinfónica Nacional de México en mayo de 1990, después de recibir el mismo nombramiento, en septiembre de 1989, en la Sinfónica de Flint Michigan. Desde 2001 se desempeña además como director artístico principal de la Orquesta Sinfónica de Long Beach, California, y desde 2005 también es director de la Filarmónica de Buenos Aires del Teatro Colón. Toca el corno francés, las percusiones y el piano desde antes de los diez años. La etapa Diemecke de la Sinfónica Nacional llegó a su final, al menos en esta primera y larga fase de diecisiete años y medio. Después de casi dieciocho años de convivencia con la alegre melena de Enrique Arturo Diemecke y sus audaces programas para atraer públicos amplios y ajenos a las salas de conciertos, de mantener la fidelidad de los operómanos y melómanos de los fines de semana, se abre la expectativa de la Sinfónica bajo una nueva administración en Conaculta, y quizás con enfoques diferentes de la política cultural en nuestro país.
–¿Cómo fue tu llegada a la Sinfónica Nacional de México, recuerdas tus primeras preocupaciones y tus expectativas?
–Fue muy interesante, sobre todo porque la orquesta y yo iniciamos de cero. Convoqué a un grupo de músicos jóvenes, muy intrépidos, capaces, muy trabajadores, pues no escatimaron fines de semana para diseñar los programas, para planear conmigo la búsqueda de apoyos económicos y ampliar el reducido presupuesto que nos asignaba el gobierno. Enfrentaba una situación complicada. Meses antes de mi incorporación la Sinfónica había aparecido con Juan Gabriel, y aunque había sido un éxito de taquilla, para una buena parte del público era un signo de que la orquesta se alejaba de su razón de ser, de su función de interpretar música sinfónica. Desde mi punto de vista, era sólo un recurso para acercarse a un público que no sabe lo que es una orquesta sinfónica, que no conoce sus posibilidades musicales. Estaba obligado a corregir esa idea y a demostrar el rango de una orquesta sinfónica, interpretando lo mismo piezas con una antigüedad de más de 250 años que obras de autores contemporáneos; abordar a profundidad a un autor como Tchaikovsky; desplegar programas de autores rusos al lado de los mexicanos, como Chávez, Revueltas, Moncayo, por mencionar algunos. En fin, mi intención era trazar un panorama rico y diverso que permitiera al público conocer la universalidad musical donde, por supuesto, incluía a nuestros artistas.
–Hubo experiencias muy interesantes, por ejemplo, escuchar a la orquesta mientras se nos proyectaba una película, o las funciones para los niños con cuentacuentos, como el caso de Mario Iván Martínez, o con titiriteros. ¿Qué te persuadía a continuar con dichos programas, que muchas veces no eran comprendidos o aceptados por la crítica?
–Uno es lo que ha heredado de sus padres y lo que ha hecho de niño. En la academia de mis padres se escuchaba música desde las seis de la mañana hasta las cuatro de la madrugada del día siguiente. Por allí transitaban los estudiantes que empezaban a formarse en la música y que asistían a clases muy temprano, pero también iban los que ya trabajaban y asistían por las noches para perfeccionar sus técnicas. Hacían su aparición bailarines y actores que ensayaban determinadas obras con los músicos, o que iban a tomar lecciones de algún instrumento o a aprender a cantar. Ese ambiente generaba siempre otras posibilidades y proyectos que cuajaban en experiencias artísticas donde confluían diversas disciplinas. Mis hermanos y yo, como niños, también participábamos en la enseñanza y preparábamos programas infantiles y lecciones para el aprendizaje de, por ejemplo, las partes de una orquesta, de un instrumento, de una partitura, etcétera. Para mí eso fue algo natural, cotidiano. Cuando llegué a la Sinfónica pensé en esos mismos términos didácticos y lúdicos de mi niñez. Lo primero que me vino a la cabeza fue la interrogante de cómo podía yo interesar a los niños mexicanos en el conocimiento de lo que es un proceso sinfónico, de lo que es la música.
–¿Se vive una auténtica democracia entre el director y su orquesta?
–La sinfónica es un organismo muy completo donde existe una ley que no puede ser ignorada ni violada: la música. La orquesta funciona como un perfecto gobierno, cada miembro tiene una función que debe cumplir cabalmente y, a su vez, posee un responsable o representante de sección, de tal forma que se proyecta en un sistema piramidal de responsabilidades. En el vértice se encuentra el director artístico. En el pasado era muy frecuente que los compositores dirigieran las orquestas para interpretar sus propias obras, pero luego vino el director de orquesta que no necesariamente era compositor, aunque sí debía y debe ser un músico completo y avezado para interpretar la música hecha por los autores. Una vez más, mi experiencia familiar ha sido determinante para concebir el modo de conducción de un conjunto de profesionales. Mi padre era el director, pero dejaba a cada uno de nosotros la responsabilidad de su instrumento, de su vocación, de su desarrollo. Viví siempre una democracia artística y no puedo asumir mi papel directivo y musical de otro modo. El director de orquesta debe velar por la ley: la música; debe estimular y guiar a su equipo para rendir y obtener siempre mejores resultados profesionales y estéticos.
–¿Percibes diferencias sustantivas entre dirigir en México y hacerlo en otros países?
–He notado, sobre todo, que en otros países donde dirijo, el tema laboral está muy bien definido. Es muy difícil encontrar una situación en la que, por ejemplo, te quiten tiempo de ensayo para tener una reunión sindical o laboral. Esos asuntos se tratan fuera de las horas de trabajo. Seguramente tiene que ver con la orientación de las políticas culturales en cada país. Hay una tendencia a dividir responsabilidades en un director ejecutivo en quien recaen todos los asuntos administrativos y laborales, y un director artístico responsable de la calidad musical, de programación, de elección de los músicos solistas, de ver las necesidades del público para su crecimiento y su desarrollo. En Estados Unidos las orquestas no dependen de manera exclusiva de los subsidios de los gobiernos ni de los cambios periódicos de sus funcionarios, sino esencialmente de donaciones otorgadas por la iniciativa privada, obviamente, deducibles de impuestos. Las empresas y los particulares donantes deben de sujetarse a determinadas normas y reglas gubernamentales para aplicar su dinero en determinados proyectos culturales. Por otro lado, los países sajones tienen una cultura muy acentuada de la disciplina, el compromiso, la puntualidad y el trabajo en equipo, derivado de la idea del bien común, que no existe en los países latinos, donde se superponen otros rasgos, como es la jocosidad, el ánimo festivo, la celebración y la puntualidad al revés, no en la entrada sino en la salida. Hay una tendencia hacia el relajamiento, pero existe una mayor flexibilidad para llegar a acuerdos sin que se generen conflictos. Pongo un caso, si comenzamos un poco más tarde el ensayo, les advierto que recuperaremos ese tiempo al final, y por lo regular hay buena disposición a aceptar un trato. Entre los sajones simplemente se entra a una hora específica y se sale a la hora indicada, no se piensa en acuerdos de este tipo, sólo se respeta la ley. Esta rigidez pragmática puede dar lugar a excepciones, pero serán situaciones muy específicas, justificadas y aisladas que no justifican la regla.
–¿Cómo crees que deba orientarse una política cultural congruente con lo que es una nación multiétnica, poseedora de una gran diversidad biológica y humana, pero sobre todo poseedora de una riqueza cultural extraordinaria? ¿Y cómo ves a un hombre de la ópera en Conaculta?
–Sergio Vela es director de escena, conocedor de la música clásica, con una buena preparación intelectual y una persona con experiencia como funcionario, pues ha ocupado ya varios cargos, pero va a enfrentar el mismo problema que todos: no hay dinero que alcance para la cultura. Sobre todo en un país donde las necesidades básicas son tan agobiantes. No obstante, se puede crecer si hay continuidad en los proyectos, si se respetan y suman los esfuerzos allí donde los programas educativos, de fomento y desarrollo cultural han demostrado su eficacia, donde han demostrado resultados palpables. Deben crearse los instrumentos políticos y administrativos que defiendan y resguarden aquellas políticas y programas que ya están demostrando su utilidad. Cada seis años se tienen logros de primer mundo, luego viene la sequía, porque nuevas administraciones y nuevos Congresos son indiferentes o insensibles a la información del pasado inmediato, a los antecedentes. Por eso hay más optimismo cuando al frente queda una persona capaz e informada. Sergio Vela tiene que convencer y defender ante los políticos y ante el Congreso que no somos un país principiante en la gestión cultural, no estamos comenzando de cero, hay un trabajo acumulado que es necesario rescatar y aprovechar. Tenemos un potencial de primer mundo, pero es necesario visualizarlo en la perspectiva no de los problemas sino de los recursos humanos, del patrimonio social. Siempre he sostenido que la cultura de México es de primer mundo, no así sus políticas culturales.
–¿Qué le aporta a un país como México tener una gran orquesta y buenos músicos?
–Creo que en este país ni la cultura ni la educación son vistas como prioridades. En los países con una larga y profunda tradición musical, como sucede en Europa y en los países del extinto bloque socialista, la educación contempla una formación artística sólida en los escolares. Así, la música es parte no sólo de su cultura, de su patrimonio cultural, también lo es de su propia formación educativa. No se puede concebir una buena educación, una educación completa si se deja de lado una de las manifestaciones humanas más ricas y más sólidas como es la música. No hay historia sin la comprensión de esos grandes movimientos culturales y artísticos que cambiaron el rumbo del pensamiento, de las formas de pensar y crear, de concebir el mundo. La cultura es el basamento social para construir el desarrollo, para diseñar la educación que demanda el nivel económico que anhelamos. Aspirar a ser una capital cultural exige tener no sólo músicos y orquestas de primer orden, sino instituciones e individuos que respondan a la exigencia de un país que culturalmente tiene todo para colocarse en el primer mundo. Quien está ahora al frente de la institución encargada de la cultura necesita de apoyo para revalorar y trabajar la materia prima que nos coloca en una perspectiva de primer nivel. Nosotros entendemos eso, pero no basta, debemos hacer que lo comprendan igual los políticos que nos representan.
–Y la ópera, que suele tener aficionados que agotan localidades con mucha antelación, ¿a qué fenómeno responde?
–Si observas bien, el teatro agota sus entradas sólo con las obras más taquilleras. Ese público por lo regular no sabe que además de la obra que conocen, Verdi compuso más de veinte óperas, que Richard Strauss compuso más de quince, que Wagner es autor de más de cuatro, y que Georges Bizet escribió además de Carmen otras óperas importantes. Si te sales de los títulos principales encontrarás que la ópera no atrae a esos grandes públicos, la gente no tiene ese fervor y esa pasión que aparenta.
–Después de esta etapa, ¿qué sigue para Enrique Arturo Diemecke?, ¿cómo vislumbra su futuro en la escena internacional y cómo su relación con México?
–Me interesa sobre todo fungir como embajador de la cultura mexicana en el mundo. Es algo que vine haciendo durante mi período al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, pues combiné mis actividades como director artístico de ésta con una dinámica intensa en otras orquestas de diversos países. Tengo compromisos en Argentina, en La Haya, en Londres, y por supuesto seguiré trabajando con mis dos orquestas de Estados Unidos, una en Michigan y la otra en California. Mi objetivo sobre todo es mantener abiertos los escenarios y los mejores teatros para dar a conocer el talento musical y cultural de nuestro país.
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