Monday, May 12, 2008

La batuta de Morricone

Enrique López Aguilar

Hace mucho tiempo hubo un Ennio; algunos piensan que se trata de un hipocorístico, pero no: Ennio es apellido latino cuyo más célebre usuario fue Quinto Ennio, dramaturgo y poeta nacido en Rudiae en 239 ac., y fallecido en Roma en 169 ac. Rudiae fue una región de la Magna Grecia, en el sureste de Italia. Quinto Ennio se expresaba con igual competencia en latín, osco y griego, y se formó como helenista hasta que Marco Porcio Catón lo llamó a Roma en 204 ac., cuando el poeta hacía el servicio militar en Cerdeña. En Roma enseñó griego y entró en el Círculo de Escipión, donde trató a Marco Fulvio. Ambos personajes eran influyentes y los introdujo en la cultura griega, romanizada por él. Se pretendió fundador de la sátira, género nuevo en la tradición romana, y “se le olvidó” que ya existían las sátiras menipeas griegas. Quinto Ennio compuso una veintena de tragedias inspiradas en Eurípides, su obra consolidó la poesía romana e influyó en Lucrecia y Virgilio; se le considera el primer poeta épico por sus Annales, donde recogió en dieciocho libros la historia de Roma hasta su época: sobreviven fragmentos. Ennio prefirió el hexámetro dactílico griego para abordar los temas épicos en lugar del anticuado verso saturnio, y fue el primero en utilizarlo en latín.

Morricone nació en Roma el 10 de noviembre de 1928, unos 2 mil 167 años después del poeta de Rudi ae por quien, seguramente, el romano fue bautizado como Ennio. El asunto de los nombres no es cualquier cosa. En la Antigüedad, dar nombre a un niño era dotarlo de un destino. Cuando se dice Marco Tulio Cicerón se implica que un niño, de nombre Marco, nació en la familia Tulia y que tenía una verruga en la nariz, en forma de chícharo o garbanzo (Cicerón). Hoy, todo mundo lo conoce por su apodo. A un niño judío que nació, creció y murió como Jesús, se le agregó el adjetivo griego Cristo, proveniente de jristós, que significa ‘ungido': Jesús, el ungido. Hoy, muchos conocen a Jesús por su epíteto, más que por su nombre propio. A Morricone se le dio el nombre del primer poeta épico latino. ¿Eso es acto casual o predeterminación nominalista? Nació en plena expansión del fascismo mussoliniano, que sonreía ante las evocaciones del pasado de la República y el Imperio romanos.




El 4 de febrero de 2007, alrededor del debut estadunidense como director de su propia obra, Ennio Morricone dio un concierto en la onu , Voci dal silenzio, para celebrar al nuevo Secretario General, Ba-Ki-Moon. Una reseña de Los Angeles Times criticó la paupérrima acústica de la sala de conciertos y opinó acerca de Morricone: “La técnica de su batuta es adecuada, aunque su carisma como director es equivalente a cero.” Al público lo puede arrobar un director como Bernstein (siempre arbitrario a la hora de leer una partitura), como si fuera un saltimbanqui que apoya las vehemencias visuales esperadas por el Respetable, aunque el director debe pensar en la mejor “traducción” musical –es decir, en su “conducción”–, como Karl Böhm: entre los poco teatrales pero comunicadores Bob Dylan y Ennio Morricone, ¿debe preferirse la artificiosa teatralidad de Chuck Berry y Ray Conniff? Para el caso, Morricone ya respondió: “Dirigir nunca ha sido algo importante para mí; si la audiencia viene para mirar mis gesticulaciones, mejor que espere afuera de la sala de conciertos.”

No es obligación de un compositor volverse director carismático: pocos han sido como Richard Strauss, incluidos Mahler (famoso por su trabajo frente a la batuta, aunque se le consideraba exagerado para dirigir) y Brahms (quien casi no figuró en trabajos de dirección). Tal vez, la giribilla contra Morricone provenga de una frase que antecede a su nombre en los créditos de las películas donde él interviene: “música compuesta, arreglada y dirigida por…”, lo cual indica que él –finalmente, un músico egresado del conservatorio– no tararea las melodías que se le ocurren para que un arreglista las traslade a una partitura, dejando el trabajo de los “arreglos” musicales (es decir, la instrumentación) y su dirección en manos ajenas. Sin embargo, en un medio tan peculiar como el del cine, es necesario aclarar todas esas responsabilidades, equivalentes a la declaración: “yo, Ennio Morricone, soy músico”, competencia y profesionalismo en el que este Ennio comienza a parecerse al poeta Quinto.

Las imágenes fotográficas de Morricone, por otro lado, distan mucho de ofrecer esa irradiación de genialidad que el Salieri de Forman buscaba entre los rostros que lo rodeaban para descubrir el de Mozart, antes de conocer personalmente al salzburgués: aunque utiliza anteojos como Mahler, Shostakovich y John Lennon, el aspecto de Morricone tiende más a la seca y neutra afabilidad de un funcionario intermedio de cualquier burocracia, y a cierta grisura como la de Martín Santomé, protagonista de La tregua, de Benedetti. Para una sociedad tan histéricamente icónica como la actual, eso es un defecto con la previsible respuesta morriconiana: “si lo que la audiencia quiere es mirar mi cara…”: para el caso de todo compositor, lo que se espera del público es que escuche la música, no que admire el rostro ni las gesticulaciones.

Cuando era pequeño, Morricone fue compañero de colegio de Sergio Leone; luego ingresó en la Academia Nacional de Santa Cecilia, en Roma –a los doce años–, donde estudió trompeta y composición bajo la tutela de Godoffredo Petrassi, así como dirección de música coral. Roberto Morricone, padre de Ennio, lo estimuló para orientarse hacia la trompeta, instrumento que estudió desde los nueve años. Todo esto coincidió con el tiempo de la segunda guerra, del que Morricone recuerda el hambre. La duración de los estudios le ofreció un alto nivel de desarrollo musical; los años de guerra le dieron un sustrato para su maduración como compositor. Fue impulsado para concentrarse en la composición por sus instructores y se dedicó a tocar la trompeta en grupos de jazz –en 1964, cuando ya avanzaba hacia el mundo del cine, tocó en el grupo Nuova Consonanza, fundado por Franco Evangelisti–; ya graduado del Conservatorio, trabajó en la radio italiana. A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, Ennio quiso dedicarse a la composición en el ámbito de la música “clásica”: su pensamiento musical se encontraba influido por la “teoría” de los silencios de John Cage, y su sensibilidad parecía trasminada por los trabajos vanguardistas de Luigi Nono y Luciano Berio. Por esas fechas, fue invitado a desarrollar arreglos de música popular italiana: una obra personal, la canción “Se telefonando”, interpretada por la cantante Mina, tuvo mucho éxito y eso decidió una bifurcación en su universo estilístico.

También influyó en su reorientación como compositor que, en 1956, se casara con María Travia, con quien procreó cuatro hijos: Marco, Alessandra, Andrea y Giovanni. Esa situación familiar lo confrontó con las urgencias derivadas de alimentar cuatro bocas más, de manera que fue un hecho pragmático el que lo fue conduciendo hacia el mundo del cine desde 1964, cuando comenzó su colaboración con Sergio Leone al poner música a Por un puñado de dólares. No obstante, Morricone percibe una peculiar división de su obra musical en la que no insiste en un discernimiento cualitativo: la compuesta para películas, a la que llama música aplicada, y la música absoluta , con la que define un centenar de obras personales para concierto, afines con sus inclinaciones originales (muchas, dedicadas a Petrassi, su maestro). Morricone cree que algún día se revalorará su música absoluta, actualmente opacada por la fílmica, no obstante haber recibido algunos reconocimientos y de que Ricardo Mutti haya dirigido algo de ella. Su formación profesional se manifiesta en el hecho de que, para componer, no recurre a la ayuda del piano, sino que escribe directamente sobre papel pautado, “con la comisión de pocos errores”. Con María Travia ha escrito en coautoría los textos para su música y María, por ejemplo, escribió los versos de la música vocal cantada en La misión. Como sea, Morricone se declara perplejo por la costumbre de otros compositores “cinematográficos”, que se apoyan en orquestadores y arreglistas.

Uno de los colaboradores frecuentes de Morricone es su amigo Alessandro Alessandroni, a quien conoció desde la infancia, como a Leone. Ha sido uno de los “silbadores” de casi todas las obras musicales en las que se requiere de ese recurso: el ejemplo conspicuo es el tema de El bueno, el malo y el feo. Alessandroni forma parte de un grupo coral formado por Morricone, los Cantori Moderni, conjunto flexible de voces, en donde ha destacado la soprano Edda dell'Orso: para explotar su voz, el compositor ha creado gran variedad de obras, pues considera que sus dotes particulares la convierten en un “don vivo” del que puede disponer creativamente.

Morricone admite que, gracias a su colaboración con muchas películas de Leone, calificadas peyorativamente como spaghetti western (aunque el compositor vea ahora el epíteto con simpatía no exenta de nostalgia), su obra tiende a identificarse con las películas de vaqueros, no obstante que su registro musical sea mucho más amplio. Tal vez ocurra que, fatalmente, el tema más conocido de Morricone sea el de El bueno, el malo y el feo (hasta el punto de que una compañía repartidora de gas, en la ciudad de Tlaxcala, anuncia su presencia con el célebre silbido del tema mencionado), pero su música no sostiene referencias tematizadas, pues ha escrito música para películas de corte político, de vaqueros, de gángsteres, de recreación histórica, de autor… Así, su paleta musical ha atmosferizado –hasta niveles de resemantización del discurso cinematográfico– las contundencias de Mónica Bellucci en Malèna , la peligrosa cursilería de Cinema Paradiso, la denuncia en Sacco y Vanzetti o La batalla de Argel, la recreación de los mundos mafiosos en Los intocables y Bugsy , el mundo de la acción y el espionaje, como en El profesional (uno de sus temas, “Chi Mai”, es un hito dentro de la producción morriconiana)… Y la lista se remonta (entre música para películas y series televisivas) hasta un modesto infinito y una condición prolífica cuya productividad bordea el número de los quinientos trabajos, lo que le ha permitido colaborar con directores como Pasolini, Bertolucci, Pontecorvo, de Palma, Bellocchio, Almodóvar, Tornatore y muchos más. Además, compuso la marcha para la Copa Mundial de fifa Argentina 1978. Como curiosidad, valga agregar que el asteroide 152,188 Morricone fue nombrado así en honor del compositor desde el primero de junio de 2007.



Fotos tomadas de: www.corallillet.com

Ha sido en colaboración con Sergio Leone con quien Morricone, igual que Quinto Ennio con el Círculo de Escipión, ha alcanzado sus mayores alturas musicales. La amistad entre ambos permitió que el director de cine alargara secuencias para que la obra del músico pudiera expandirse “a gusto”, sin la obligación de que la música se encorsetara en escenas muy cortas. La música fue vista por Leone como una compañera de las imágenes, no como una sirvienta de lujo del cine (reflexión que remite a una vieja discusión dieciochesca, en el terreno de la ópera). Gracias a eso, Morricone pudo desarrollar la técnica que él llama la “cama de cuerdas”, algo parecido al adagio del Concierto para oboe, en re menor, de Alessandro Marcello (que sirvió para Anónimo veneciano, con una inolvidable Florinda Bolkan, quien luego desaparecería de las inmediaciones cinematográficas): se inicia un tema en las cuerdas, que parece el principal, hasta que surge otro, introducido por el instrumento solista (el oboe, en el caso del concierto mencionado; cualquier instrumento de aliento, en el caso de Morricone), desarrollado en contrapunto con el primero.

Hace ochenta años nació un nuevo Ennio, que ha modificado la percepción de la escritura musical para cine. Heredero de la tradición italiana fundada por Nino Rota, pero menos insistente en el carácter fársico de éste, Morricone es un notable melodista que ha depositado en el imaginario de los cinéfilos (y de quienes no lo son) reverberaciones que van desde la “Marcha”, de Sacco y Vanzetti, hasta las evocaciones barrocas de La misión; desde música agridulce como la de Los intocables, hasta el ya mencionado “Chi Mai”, por no insistir en su El bueno, el malo y el feo. Sin embargo, su obra maestra es la música para la última película de Leone, Érase una vez en América (1984), ejemplo de fusión entre música y cine. La película tuvo muchos tropiezos y la filmación duró cerca de quince años: eso le permitió a Morricone trabajar con lentitud y perfeccionamiento una de las más espléndidas, expresivas y conmovedoras partituras fílmicas que se hayan escrito (para muchos, la mejor banda sonora de toda la historia del cine). Si Érase una vez en América es una película sobre la amistad, en ella se aprecia el vínculo entre dos grandes: Sergio Leone y Ennio Morricone. Felices de nosotros por esos dos amigos, pues por su culpa también nos declaramos amigos suyos.

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