Soledad Loaeza
Una pequeña nota de prensa anuncia con gran naturalidad que en Querétaro los aspirantes a la dirigencia estatal del PRD “se pusieron de acuerdo”. El Tribunal Electoral desechó las impugnaciones que había presentado uno de los candidatos, Ulises Gómez desde el 17 de marzo, a dos días de la elección, en contra del padrón inflado por los partidarios de su contrincante, Orlando Caballero (Reforma, 07/22/08). Después de cuatro meses de litigio Gómez aceptó la decisión del tribunal, no sin antes precisar “… a pesar de que no es el reflejo de la voluntad de la mayoría de la militancia”, y se integró a la dirigencia en calidad de secretario general.
Este episodio ilustra una de las perversiones que ha sufrido la democracia en México: para muchos la función primordial del voto no es elegir –en tanto que expresa las preferencias del electorado–, sino que ven en la boleta electoral un instrumento de intercambio, una suerte de moneda para las transacciones entre las elites políticas. Visto así, la cantidad de votos pasa a ser un dato secundario en la decisión acerca de quién ocupará un cargo de elección, frente a la importancia determinante de la negociación poselectoral. Así por ejemplo, ambos candidatos –y volvamos al caso queretano– reclaman cada uno para sí la mayoría de votos. Aparentemente ninguno de ellos puede demostrar su victoria de manera contundente, de suerte que se enzarzan en un juego de acusaciones mutuas, cuya fuerza reside, sí, en el número relativo de votos que cada uno recibió y que los mantuvo en la liza. Sin embargo, ante las acusaciones de irregularidades sin cuento, los mismos candidatos invalidan su elección –aún antes de que el tribunal haya dictado sentencia. En estas condiciones interviene la negociación. En esta etapa el voto ya pasó a segundo plano, desplazado por las habilidades negociadoras de los famosos “operadores políticos”, que se dedican al infame arte de la transa, y que tienen a su cargo el marchanteo de posiciones entre los grupos en conflicto. Así, los perredistas queretanos se pusieron de acuerdo: “Tú quédate con la presidencia del partido en el estado, pero dame la secretaría general”, aunque este arreglo no refleja la voluntad popular, según lo dijo Ulises Gómez, ahora secretario general del partido en la entidad.
Caballero y Gómez no han inventado nada. Simplemente han seguido un patrón de solución del conflicto que entraña la lucha por el poder, y que se inauguró en el verano de 1988. Entonces, las innumerables irregularidades que cometieron todos los participantes en la elección corrieron un oscurecedor velo gris sobre los verdaderos resultados; sin embargo, las tendencias generales de un voto plural que echó por tierra la antigua hegemonía del PRI dejaban adivinar el impulso de nuevas fuerzas políticas. En esas condiciones el respeto a la presión democratizadora de los electores exigía la anulación de toda la elección. No obstante, ante la incertidumbre de sus resultados –salvo algunas excepciones– en el ambiente polarizado del momento, la mayoría de los actores políticos optó por negociar: los partidos de oposición habían obtenido ganancias excepcionales –solamente el PAN había alcanzado 101 diputaciones, pero los partidos del Frente Democrático Nacional también tenían una representación parlamentaria que no habían soñado jamás–, y no quisieron arriesgarlas en una nueva elección en que era previsible la polarización de los electores entre el candidato priísta, Carlos Salinas, y el frentista, Cuauhtémoc Cárdenas, o entre el PRI y el FDN. Así que a negociar se pusieron: reconocemos los resultados de la elección para diputados y senadores, pero no reconocemos los de la elección presidencial.
Poco importa que este acuerdo careciera de lógica. Todos votamos el mismo día, en las mismas casillas, por presidente, diputados y senadores; sin embargo, las oposiciones estuvieron dispuestas a limitar sus denuncias de fraude e ilegitimidad al presidente de la República. En cambio, aceptaron felices los resultados para la integración del Congreso, como si las autoridades electorales de entonces hubieran alcanzado una perfección de bordadoras de encaje de bolillo en la confección del fraude, y hubieran distinguido –quién sabe cómo– las boletas de la elección presidencial de las otras, para alterar aquéllas y respetar éstas. No cabe duda que los defraudadores del voto eran muy habilidosos, pero ¿tanto?
La experiencia negociadora de 1988 fue la base de las concertacesiones entre el presidente Salinas y el PAN; pero, luego este patrón de acuerdo se repitió en el 2006: los lopezobradoristas impugnaron los resultados de la elección presidencial. Nada más. Ahora, la solución del conflicto interno del PRD, derivado de la renovación de su dirigencia, sigue por el mismo camino: las fuerzas rivales no aceptan los resultados de la elección para la presidencia y la secretaría general del partido. Nada más. Así, el voto no sirve a los militantes para elegir, sino a los dirigentes para transar.
No comments:
Post a Comment