Monday, October 13, 2008

Después de la lluvia

Hermann Bellinghausen


La primera vez que bajaron las columnas de camiones y tanques por el bulevar Miguel de Cervantes Saavedra y bloquearon la avenida Ejército Nacional, en mi casa dijeron, casi tranquilamente:

–Dicen que va a haber golpe de Estado.

Debió ser el día que el Ejército tomó el Zócalo y correteó a los estudiantes. Las tropas siguieron bajando el resto de septiembre, procedentes de la Secretaría de la Defensa Nacional a orillas del flamante Anillo Periférico y sede del pronto célebre Campo Militar Número Uno. Trepidantes, nos sacaron de la casa los tanques, como si estuviera temblando, el 2 de octubre.

Yo estaba demasiado chavo, o demasiado menso, para percatarme de lo que ocurría esos meses. El movimiento estudiantil parecía una nube oscura y vaga desde las colonias suburbanas del norponiente de la ciudad. Aun así, una tarde me corretearon unos granaderos en Chapultepec, nada más porque me vieron chavito, supongo.

En casa, el tema era impronunciable. En los periódicos aparecía tan vociferante y vacua la condena a los revoltosos que se convirtió en silencio. Se ocultaron los hechos. Predominaban la cómoda credulidad y el rumor clasemediero.

–Dicen que Díaz Ordaz va a dar el cuartelazo.

–No. Que es para quitarlo.

–Que va a haber una guerra.

–Que los estudiantes van a atacar todas las escuelas.

Pero tampoco que hubiera pánico. La vida seguía, aunque se suspendieron las clases un rato. Las vísperas olímpicas habían durado todo el año, sobre el cadáver viviente de su paladín Adolfo López Mateos.

La ciudad estaba vestida por el diseño gráfico “México 68”, op, pop y chic, supermoderno.

Transcurría una especie de interminable Festival Cervantino a lo bestia, la “Olimpiada cultural”. Pintura, escultura, danza, cine y teatro de todo el mundo. Grandes orquestas, arte monumental, espectáculos gratis en las calles.

Los Beatles estaban en el aire como nunca antes ni después. Todo el tiempo. El tonto de la colina, Yo soy la morsa, Todo lo que necesitas es amor. El año terminaría con aquella puñalada en el alma de Hey Jude, entonces la canción más oída en el mundo. Había poquita mariguana, o ninguna.

Con el tiempo supe que nuestra generación “se salvó” del 68 y heredó los beneficios. Nos dejaron bastante en paz, sin el dilema “estuve preso o no”, “estuve allí o no”, o “ya vienen por mí”.

Para los menores de edad, lo que llegaron fueron deportistas de los cinco continentes. Inundaron el aereopuerto y la Villa Olímpica con el fulgor de la sana juventud.

Los juegos, a partir del 12 de octubre, esplendorosos, mediáticos, globales por primera vez en la historia, tuvieron no obstante un regusto amargo. Por eso los atletas negros Tommie Smith y John Carlos, que desde el podio alzaron el puño con el saludo del black power, produjeron un ánimo catártico y contradictorio ese día en el estadio de Ciudad Universitaria. Su gesto de luto y protesta lo vio el mundo entero. La nube no se había ido.

Cuando entré a preparatoria, resultó que los curas de la escuela se habían hecho de izquierda y cosas peores. El marxismo y la teología de la liberación (que no se llamaba así todavía) iban de la mano con el siconálisis freudiano, las luchas campesinas y los conventos in de Cuernavaca.

A principios de los años 70 los jesuitas cerrarían la escuela de derechista trayectoria para irse a las colonias populares del Ajusco y Monterrey, a las montañas tzeltales y tarahumaras. El 68 era el referente.

Por entonces comenzaron los breves años del rector Pablo González Casanova, él único de izquierda que ha tenido la Universidad Nacional Autónoma de México en toda su historia. (Y que en 1972 fue sitiado por pequeños grupos armados de izquierda, y defenestrado por el nuevo sindicalismo de izquierda. Ironías que todavía dan pena.)

El “68”, los presos políticos y el inicio de la guerrilla, silenciados y en apariencia mudos, seguían a la vuelta de la esquina, cerca y lejos. La osadía no se había agotado.

Herbert Marcuse, Samuel Beckett, Iván Ilich y Julio Cortázar nos resolvían los pasos a pesar de la pachequez generalizada. Mas la nube seguía allí. No se iba.

Ni se iría. Como buena nube, llovería. Mojándonos a todos.

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