Monday, October 20, 2008

Henry Miller: antes de regresar a casa

Antonio Valle

A Elsa Cross y a Shankar Ram

AL PRINCIPIO EL CAOS SÓLO FUE UNA OSCURA COINCIDENCIA

Hace unos meses, después de que conversamos acerca de Rimbaud, Julio Aurrecoechea me leyó un poema que le dedicó a Henry Miller: “Lo imagino en medio de la rambla… sin más atuendo que su propia piel. … y me acompaña… en las estaciones luminales... No sé de dónde saldrá esa palabra… ni quiero ir a los diccionarios…”

Después de diluvios regresa el escritor de Brooklyn. Comienzo a buscar el clásico Trópico de cáncer y el Libro de mis amigos, el primer libro y el último que Miller publicó. Poco después Julio me presta El tiempo de los asesinos, un curioso ensayo escrito por Miller sobre Arthur Rimbaud. Mientras avanzo en esas lecturas me pregunto por qué durante tantos años olvidé leer a Miller. Aunque yo tampoco consultaré los diccionarios, ahora estoy atrapado en un caos de historias, algunas son oscuras como la obsidiana y otras enceguecen de tanta luz. La última noticia que tuve de Miller fue en un pequeño texto titulado China, que La Jornada publicó en 1997; desde entonces ya no pensé en Remember to remember. Acto seguido logro verme a mediados de los ochenta haciendo un viaje por Oaxaca, leo la antología que preparó Lawrence Durrell: Lo mejor de Henry Miller, es –o debe ser– una estación luminal de las que habla Julio, la estación de una plenitud que siempre voy a echar de menos. Después sólo vi a Miller durante una aparición fugaz en la cinta Reds, de Warren Beatty, y años más tarde caracterizado por Fred Ward en la película Henry and Junne.

ESA NOCHE OCCIDENTE SE REÚNE CON ORIENTE

El psicoterapeuta Francisco Huitrón me presta el ensayo Narrativa, constructivismo social y budismo, de William Lax. Mi amigo sabe que en ese texto encontraré algunas pistas que me servirán para salir del laberinto llamado Miller. Lax plantea que “ la práctica de meditación, que hoy goza de un ferviente favor público, concuerda con el cambio postmoderno y su focalización en el sí mismo”; dice que se trata de un camino intermedio entre ascetismo y hedonismo , aclarando que existen dos tipos de postmodernismo: el afirmativo y el escéptico; el primero genera sentimientos de esperanza y el segundo acentúa una visión sombría. Nadie mejor que Miller para bucear entre ascetismo y hedonismo, con la ventaja de que es un creador de esperanzas desde el mismo corazón de las tinieblas. Como la meditación budista que no afirma si algo es falso o verdadero, Miller nos invita a construir un relato propio, a hacernos de una realidad íntima, dependiendo de la manera en que nos coloquemos –de pie o de rodillas, despiertos o dormidos– frente a sus relatos, y la circunstancia personal de cada uno. Desde que Miller comenzó a escribir estudió libros clásicos de Oriente, como el Bhagavad Gita, y expresó su devoción por maestros como Ramakrishna: “ El que nunca criticaba, el que nunca predicaba”, mientras literalmente des-hacía su yo para redactar sus historias “infamantes”.

LA RAZÓN DEL CAOS

Leo los subrayados que hace veinte años hice en algunos de sus libros. Como siempre sus ocurrencias me hacen reír hasta las lágrimas. Sin embargo, hoy no busco al Miller de la gracia y la ironía; deseo encontrarlo en una frecuencia diferente. A partir de algunos fragmentos intentaré hacerme de una lógica que me permita hacer contacto con otro Miller y, en este sentido, con un yo, con un tiempo y un lugar perdidos. Esto es lo que logré hilvanar:

…estamos separados, pero no somos individuos……me había convertido en una jaula de espejos que reflejaba el vacío… Quizás al leer esto uno tenga la impresión del caos, pero está escrito desde un centro vivo y lo caótico es meramente periférico… ese caos a su vez se convirtió en la boca del mundo en cuyo mismo centro estaba el verbo Ser… Las letras se ensartan con alambres invisibles cargadas con imponderables corrientes magnéticas…

Entiendo por qué aún me sobresalta el más conocido y enigmático verso de Rimbaud: “ Yo soy otro .” Propuesta de extrañamiento y búsqueda para quien, tarde o temprano, si se arriesga y tiene buenaventura, saldrá de su vacío.

RIMBAUD: FIJACIÓN POÉTICA DEL VÉRTIGO E ILUMINACIONES PARA DESCUBRIR EL MAL

Miller jamás se sometió a una terapia psicoanalítica. Inspirado en las obras confesionales de San Agustín y Rabelais narró sus desvaríos. No tiene nada que ocultar, no escribe enmascarado, no se propone hacer literatura, escribe por placer, porque la vida le fascina. Sin embargo, nos encontramos ante las confesiones de un hombre que no duda en mostrar su locura o las dificultades mentales de su propia familia, confesiones que por analogía hacen una crítica profunda a la irracionalidad occidental, exponen la hipocresía del puritanismo victoriano y anuncian la revolución sexual que se avecina. Son los años treinta; él escribe y canta. De la misma forma que su querido Rimbaud, Miller está comenzando a trabajar como vidente. Sigmund Freud, el futuro Premio Nóbel de Literatura, separa las enfermedades neurológicas y fisiológicas de las emocionales y afectivas. Ambos se apoyan en cientos de obras literarias, pero avanzan por caminos diferentes. Los dos buscan una cura para los endemoniados que producen la industria bélica y la hipocresía sexual. Miller se muestra a sí mismo a través de asociaciones libres oscuras y centelleantes. La escuela psicoanalítica de Viena desarrolla un método no menos intuitivo ni menos certero para desentrañar historias de sexualidad frustrada y de familias rígidas. Tal vez a Miller le hubiese gustado reflexionar sobre esta idea de Jacques Lacan: “ No tuve madre pero me quedó la pluma .” Esa idea evocaría las descripciones que ha hecho de su madre: fría, lejana, inaccesible. Otra oscura coincidencia con la biografía de Rimbaud. Sin embargo, entre la historia del poeta francés y la del novelista neoyorquino existe una diferencia sustancial; en su obra Miller revalora a su padre, a diferencia de Rimbaud, que siempre lo ignoró. A veces Miller se pregunta: “ ¿A quién estoy curando?” Alfred Perles, en su libro Mi amigo Henry Miller, asegura que poseía poderes de curación extraordinarios. ¿Cómo es posible que alguien que admira tan hondamente a un poeta oscuro como Rimbaud logre desarrollar esas dotes terapéuticas? Encuentro tres respuestas: primero la de Rimbaud, que cuando escribe un verso fulgurante acerca de lo inexpresable dice : “Fijé unos vértigos.” Paradoja : al fijar sus vértigos Rimbaud parece echar raíces en un sitio que sólo debió servirle de paso en Una temporada en el infierno, determinación que lo convierte en un poeta insuperable y casi inaccesible. Dos, la de Ezra Pound que, si mal no recuerdo, propone dos funciones para la poesía; una actuaría a manera de diagnóstico y la otra serviría para tratar ciertas enfermedades del alma. La tercera es de Miller: “ Nuestra tarea futura consiste en explorar los dominios del mal hasta que no quede una pizca de misterio.” Una vez que Miller termina Trópico de cáncer y Trópico de capricornio escribe El coloso de Marusi. En este libro de viajes es evidente un cambio en su frecuencia emocional. Aunque este es uno de sus textos más conmovedores, Norman Mailer dice en su antología Genio y lujuria, que sufre un descenso en su calidad narrativa. Sin embargo, después de terminar este relato –“que parece escrito desde un estado de gracia”– Henry Miller se ha liberado para siempre del cáncer y de la locura y, al conseguirlo, nos invita a que hagamos juntos un sendero.

LA CRÍTICA Y EL VIDENTE

Miller pone en cuestionamiento a una crítica dormida que está al servicio de escritores dóciles, una crítica que junto con el establishment moral e intelectual de Estados Unidos es incapaz de entender la importancia de su obra. No puede, o no quiere, darse cuenta de que Miller ha provocado un cisma en la literatura, y que al descubrir el presente y el futuro de la cultura occidental cuestiona por lo menos a seis generaciones: “¿A dónde nos conduce esta frenética actividad que a todos nosotros, ricos y pobres, débiles y poderos, nos tiene atrapados en sus garras? Los hospitales, los manicomios y las cárceles desbordan de gente.” Norman Mailer asegura que Henry Miller le lleva décadas de adelanto al pensamiento de sus contemporáneos. Ya no hay duda, se trata de un escritor que aborda con extraordinaria lucidez asuntos existenciales y psicológicos cruciales. Mailer dice que en Estados Unidos William Faulkner y John Steinbeck crearon sagas con una visión universal, pero desde una posición local; y que Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, al final de sus carreras, sufren graves perturbaciones psicológicas (ambos escritores se suicidan), mientras que Miller viaja por Europa y Estados Unidos, escribe retratos únicos de París y Nueva York, se desliza como un ciudadano del planeta, pero en realidad está haciendo solamente un recorrido: un viaje hacia el interior de él mismo.

EL AMOR, LAS MUJERES Y EL SELF

En Genio y lujuria Mailer señala que nadie se ha dado a la tarea de abordar el tema de Miller en la perspectiva del amor y sus mujeres. Asegura que no escribió gran cosa acerca del amor, porque sus relatos inevitablemente derivan hacia el sexo. Conocemos hasta los últimos detalles de la historia de Henry con Junne, el horror y el éxtasis que experimentó con la hechicera bisexual que lo guió para que cumpliera con su destino y se convierta en escritor. Mediante una prolongada exégesis describe su formidable angustia, por ejemplo en T rópico de capricornio o en su trilogía La crucifixión rosada. Después de divorciarse de su primera esposa, se separa de la mítica Junne para integrar una familia en su casa de Big Sur. Más adelante vive con la pianista japonesa Hoki Tokuda, con la que durante una década realiza uno de sus mejores sueños y –como Lévi-Strauss– también Miller considera que sólo es posible habitar la realidad última en la música. Para él la música es un arte mayor, incluso superior a la literatura: “La música es una profanación del silencio en provecho del silencio… está por encima del bien y el mal…” Antes de morir conoce a Brenda Venus; ella adora a un viejo Miller que posee la lucidez de un swami . Miller también es precursor de una literatura en la que expone el derecho al amor, no sólo el humano, sino el que merecen vivir todas las especies. Para él la tierra es “una sustancia visible, tangible, es un mapa de nuestro amor” . Hasta el final, Miller se sostiene apoyado en dos expresiones de la misma energía: lo espiritual como realidad máxima del hombre y el erotismo como realización plena. Me parece que muy pocos hombres han conocido las posibilidades del amor con tanta profundidad y simpatía.

ESCALA DE SI MAYOR PARA VOLVER A CASA

Miller escribe el Libro de mis amigos. Visualiza el barrio del Brooklyn en donde a los doce años se detuvo su reloj. Después de navegar durante siete décadas bajo un diluvio, ha vuelto para soñar con Cora Seward, su primer amor, y para festejar a Johnny de Paul: a su pequeño dios. Henry está instalado en la casa de su mente.

Julio, el amigo leal, cree haberlo visto caminando desnudo por las ramblas. Es probable que se dirija hacia el viejo Broadway, donde soñó las historias que cambiaron la faz de la literatura. Sin duda el caos de Miller me salvó de ingenuas terapias light y de falsos gurús, me ayudó a crecer sin amargura y a prescindir de la durísima pornografía de este siglo. Junto a Rimbaud y San Agustín, Henry deberá escuchar un canto de Vivekananda: “No agregues tu debilidad al mal”, y soltará una carcajada cuando al leer sus confesiones oscurezcan nuevos hombres o se iluminen viejos niños. Ellos podrán estar o no de acuerdo con estas líneas: antes de volver a casa es necesario darse una vuelta por el caos y observar al mal: “Debe ser descubierto y destruido […] porque es el mal lo que pone a prueba la libertad del hombre .” Finalmente, si alguien logra escucharse a sí mismo en silencio, tal vez contemple al centelleante colibrí que Henry Miller nos ha prometido: “Se estremecerá en el aire y deslumbrará con un resplandor iridiscente.”

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